«Como el
Padre me ha enviado, así también os envío yo... recibid el Espíritu Santo»
(Jn 20, 21.22). Así nos dice Jesús. La efusión que se dio en la tarde de
la resurrección se repite en el día de Pentecostés, reforzada por
extraordinarias manifestaciones exteriores. La tarde de Pascua Jesús se
aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos su Espíritu (cf. Jn 20,
22); en la mañana de Pentecostés la efusión se produce de manera fragorosa,
como un viento que se abate impetuoso sobre la casa e irrumpe en las mentes y
en los corazones de los Apóstoles. En consecuencia reciben una energía tal
que los empuja a anunciar en diversos idiomas el evento de la resurrección de
Cristo: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras
lenguas» (Hch2, 4). Junto a ellos estaba María, la Madre de Jesús, primera
discípula, Madre de la Iglesia naciente. Con su paz, con su sonrisa,
acompañaba el gozo de la joven Esposa, la Iglesia de Jesús.
La Palabra
de Dios, hoy de modo especial, nos dice que el Espíritu actúa, en las
personas y en las comunidades que están colmadas de él: guía hasta la
verdad plena (Jn 16, 13),renueva la tierra (Sal 103) y da
sus frutos (Ga 5, 22-23). Guía, renueva y fructifica.
En el
Evangelio, Jesús promete a sus discípulos que, cuando él haya regresado al
Padre, vendrá el Espíritu Santo que los «guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,
13). Lo llama precisamente «Espíritu de la verdad» y les explica que su
acción será la de introducirles cada vez más en la comprensión de aquello
que él, el Mesías, ha dicho y hecho, de modo particular de su muerte y de su
resurrección. A los Apóstoles, incapaces de soportar el escándalo de la pasión
de su Maestro, el Espíritu les dará una nueva clave de lectura para
introducirles en la verdad y en la belleza del evento de la salvación. Estos
hombres, antes asustados y paralizados, encerrados en el cenáculo para evitar
las consecuencias del viernes santo, ya no se avergonzarán de ser discípulos
de Cristo, ya no temblarán ante los tribunales humanos. Gracias al Espíritu
Santo del cual están llenos, ellos comprenden «toda la verdad», esto es: que
la muerte de Jesús no es su derrota, sino la expresión extrema del amor de
Dios. Amor que en la Resurrección vence a la muerte y exalta a Jesús como el
Viviente, el Señor, el Redentor del hombre, el Redentor y e Señor de la
historia y del mundo. Y esta realidad, de la cual ellos son testigos, se
convierte en Buena Noticia que se debe anunciar a todos. Hoy, el Espíritu
santo, renueva, guía.
El don del
Espíritu Santo renueva la tierra. El Salmo que hoy hemos recado en el
Oficio de las lectuas dice: «Envías tu espíritu... y repueblas la faz tierra»
(Sal 103, 30). El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre el
nacimiento de la Iglesia encuentra una correspondencia significativa en este
salmo, que es una gran alabanza a Dios Creador. El Espíritu Santo que Cristo
ha mandado de junto al Padre, y el Espíritu Creador que ha dado vida a cada
cosa, son uno y el mismo. Por eso, el respeto de la creación es una exigencia
de nuestra fe: el “jardín” en el cual vivimos no se nos ha confiado para que
abusemos de él, sino para que lo cultivemos y lo custodiemos con respeto (cf. Gn 2,
15). Pero esto es posible solamente si Adán – el hombre formado con tierra –
se deja a su vez renovar por el Espíritu Santo, si se deja reformar por el
Padre según el modelo de Cristo, nuevo Adán. Entonces sí, renovados por el
Espíritu de Dios, podemos vivir la libertad de los hijos en armonía con toda
la creación y en cada criatura podemos reconocer un reflejo de la gloria del
Creador, como afirma otro salmo: «¡Señor, Dios nuestro, que admirable es tu
nombre en toda la tierra!» (Sal 8, 2.10). Guía, renueva y dona. Da fruto.
En la carta
a los Gálatas, san Pablo vuelve a mostrar cual es el “fruto” que se manifiesta
en la vida de aquellos que caminan según el Espíritu (Cf. 5, 22). Por un lado
está la «carne», acompañada por sus vicios que el Apóstol nombra, y que son
las obras del hombre egoísta, cerrado a la acción de la gracia de Dios. En
cambio, en el hombre que con fe deja que el Espíritu de Dios irrumpa en él,
florecen los dones divinos, resumidos en las nueve virtudes gozosas que Pablo
llama «fruto del Espíritu». De aquí la llamada, repetida al inicio y en la
conclusión, como un programa de vida: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5,
16.25).
El mundo
tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu
Santo. El estar cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad,
sino también pecado. Existen muchos modos de cerrarse al Espíritu Santo. En
el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido – como la actitud de los
doctores de la ley que Jesús llama hipócritas -, en la falta de memoria de
todo aquello que Jesús ha enseñado, en el vivir la vida cristiana no como
servicio sino como interés personal, entre otras cosas. El mundo tiene
necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los
discípulos de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones, del Espíritu
Santo, como enumera Pablo en la lectura: «amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). El don
del Espíritu Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de
nosotros, para que podamos vivir con fe genuina y caridad operante, para que
podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz. Reforzados por
el Espíritu Santo que nos guía toda la tierra, nos da frutos, reforzados en el
y por sus múltiples dones, llegamos a ser capaces de luchar, sin concesión
alguna, contra el pecado y de luchar sin concesión contra la corrupción, que
se alarga en el mundo cada día más, y de dedicarnos con paciente perseverancia
a las obras de la justicia y de la paz.