Queridos
hermanos y hermanos, ¡buenos días!
En nuestro
camino de catequesis sobre la familia tocamos hoy directamente la belleza del
matrimonio cristiano. Esto no es simplemente una ceremonia que se hace en la
Iglesia, con las flores, el vestido, la foto…El matrimonio cristiano es un
sacramento que tiene lugar en la Iglesia y que también hace a la Iglesia, dando
comienzo a una nueva comunidad familiar.
Es aquello
que el apóstol Pablo resume en su célebre expresión: “Éste es un gran misterio
- esto del matrimonio - y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia.” (Ef.
5, 32). Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma que el amor entre los
cónyuges es imagen del amor entre Cristo y la Iglesia. ¡Una dignidad
impensable! ¡Pero, en realidad, está inscrita en el designio creador de Dios, y
con la gracia de Cristo innumerables parejas cristianas, aún con sus límites,
sus pecados, la han realizado!
San Pablo,
hablando de la nueva vida en Cristo, dice que los cristianos – todos – están
llamados a amarse como Cristo los ha amado, es decir, “sometidos los unos a los
otros (Ef. 5, 21), que significa al servicio los unos de los otros. Y aquí
introduce la analogía entre la pareja marido-mujer y aquella de Cristo-Iglesia.
Es claro que se trata de una analogía imperfecta, pero debemos captar el
sentido espiritual que es altísimo y revolucionario y, al mismo tiempo, simple,
al alcance de todo hombre y mujer que se confían a la gracia de Dios.
El marido -
dice Pablo – debe amar a la esposa “como el propio cuerpo” (Ef. 5, 28); amarla
como Cristo “como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella” (v. 25). ¿Pero
ustedes maridos que están aquí presentes, entienden esto? Amar a la propia
mujer como Cristo ama a la Iglesia. ¡Éstas no son bromas, es serio! El efecto
de este radicalismo de la dedicación pedida al hombre, por el amor y la
dignidad de la mujer, sobre el ejemplo de Cristo, debe haber sido enorme, en la
misma comunidad cristiana.
Este germen
de la novedad evangélica, que restablece la originaria reciprocidad de la
dedicación y del respeto, ha madurado lentamente en la historia, pero al final
ha prevalecido.
El
sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor: testimonia el coraje
de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir aquel amor que
empuja a seguir adelante siempre más allá, más allá de sí mismos y también más
allá de la misma familia. La vocación cristiana a amar sin reservas y sin
medida es lo que está en la base también del libre consentimiento que
constituye el matrimonio.
La misma
Iglesia está plenamente involucrada en la historia de todo matrimonio
cristiano: se edifica en sus logros y padece en sus fracasos. Pero debemos
interrogarnos son seriedad: ¿aceptamos completamente, nosotros mismos, como
creyentes y como pastores también, este vínculo indisoluble de la historia de
Cristo y de la Iglesia con la historia del matrimonio y de la familia humana?
¿Estamos dispuestos a asumirnos seriamente esta responsabilidad, es decir, que
todo matrimonio va en el camino del amor que Cristo tiene a la Iglesia? ¡Esto
es grande!
En esta
profundidad del misterio de lo creatural, reconocido y restablecido en su
pureza, se abre un segundo gran horizonte que caracteriza el sacramento del
matrimonio. La decisión de “casarse en el Señor” contiene también una dimensión
misionera, que significa tener en el corazón la disponibilidad a hacerse
intermediario de la bendición de Dios y de la gracia del Señor para todos. En
efecto, los esposos cristianos participan, como esposos, en la misión de la
Iglesia. ¡Y se necesita coraje para eso, eh! Por esto cuando yo saludo a los
flamantes esposos, digo: “¡He aquí los valerosos!” Porque se necesita coraje
para amarse así como Cristo ama a la Iglesia.
La
celebración del sacramento no puede dejar afuera esta corresponsabilidad de la
vida familiar con respecto a la gran misión de amor de la Iglesia. Y así, la
vida de la Iglesia se enriquece cada vez con la belleza de esta alianza
nupcial, como también se empobrece cada vez que ésta es desfigurada. ¡La
Iglesia, para ofrecer a todos los dones de la fe, del amor y de la esperanza,
tiene necesidad también de la valerosa fidelidad de los esposos a la gracia de
su sacramento! El pueblo de Dios tiene necesidad de su cotidiano camino en la
fe, en el amor y en la esperanza, con todas las alegrías y las fatigas que este
camino comporta en un matrimonio y en una familia.
La ruta así
está marcada para siempre, es la ruta del amor: se ama como ama Dios, para
siempre. Cristo no cesa de cuidar a la Iglesia: la ama siempre, la cuida
siempre, como a sí mismo. Cristo no cesa de quitar del rostro humano las
manchas y las arrugas de todo tipo. Es conmovedora y tan bella esta irradiación
de la fuerza y de la ternura de Dios que se transmite de pareja a pareja, de
familia a familia. Tiene razón San Pablo: ¡esto es realmente un “gran
misterio”! Hombres y mujeres, suficientemente valientes para llevar este tesoro
en los “vasos de barro” de nuestra humanidad. Estos hombres y mujeres, que son
así valientes son un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el
mundo. ¡Dios los bendiga mil veces por esto! Gracias.
(Traducción
del italiano: María Cecilia Mutual - RV)