UNA NUEVA PRIMAVERA ESPIRITUAL


«Si se promueve la lectio divina con eficacia, estoy convencido de que producirá una nueva primavera espiritual en la Iglesia… La lectura asidua de la Sagrada Escritura acompañada por la oración permite ese íntimo diálogo en el que, a través de la lectura, se escucha a Dios que habla, y a través de la oración, se le responde con una confiada apertura del corazón… No hay que olvidar nunca que la Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino»

Benedicto XVI, 16 septiembre 2005


HISTORIA Y PASOS DE LA LECTIO DIVINA




INVOCACIÓN AL ESPÍRITU SANTO





domingo, 21 de junio de 2015

LA PEREZA Y LA ACEDIA (R. P. Dr. MIGUEL ÁNGEL FUENTES)

I. LA PEREZA
1. Descripción de la pereza
        La pereza es una "repugnancia voluntaria y culpable al trabajo, y, como consecuencia, tendencia a la ociosidad, o al menos a la negligencia, a la pusilanimidad, que se opone a la magnanimidad" (6). Tal como se la entiende generalmente, se caracteriza por el miedo y la huida del esfuerzo. El perezoso resta gustosamente ocioso; o si obra, elige su ocupación no según la razón (el deber que le impone la regla o que él mismo ha proyectado) sino según le sugiere el capricho del momento; suele ponerse a la obra con lentitud, la continúa sin vigor, y tiene siempre prisa en terminarla (a veces le entra un apuro "irracional" por terminar pronto lo que está haciendo, incluso realizándolo superficialmente; y esto sin que el deber le urja comenzar otra cosa de importancia); se frena o demora ante la menor dificultad; sigue la ley del menor esfuerzo (incluso puede ser compatible con una gran actividad: es muy activo con cosas que le gustan y son fáciles, las cuales suele hacer cuando "debería" estar haciendo otras que le impone el deber); es incapaz de un trabajo esmerado, metódico y profundo.
        Esta tendencia puede manifestarse en todos los dominios: físico, intelectual, moral y religioso.
        La Sagrada Escritura escarnece duramente el vicio de la pereza. Dice de ella que conduce a la miseria (no sólo material, sino principalmente espiritual):
He pasado junto al campo de un perezoso,
y junto a la viña de un hombre insensato,
y estaba todo invadido de ortigas,
los cardos cubrían el suelo,
la cerca de piedras estaba derruida.
Al verlo, medité en mi corazón,
al contemplarlo aprendí la lección:
«Un poco dormir, otro poco dormitar,
otro poco tumbarse con los brazos cruzados
y llegará, como vagabundo, tu miseria
y como un mendigo tu pobreza» (Pr 24,30-34).
        Describe al perezoso como dominado por la inutilidad, y a la postre, necio:
La puerta gira en los goznes,
y el perezoso en la cama.
El perezoso hunde la mano en el plato;
pero le fatiga llevarla a la boca.
El perezoso se tiene por más sabio
que siete personas que responden con tacto.
Agarra por las orejas a un perro que pasa
el que se mete en litigio que no le incumbe.
(Pr 26,14-17).
        Terrible es el Sirácida para estigmatizarlo:
A una piedra sucia se parece el perezoso,
todo el mundo silba sobre su deshonra.
Bola de excrementos es el perezoso,
que todo el que la toca se sacude la mano
(Si 22,1-2).
2. Naturaleza del pecado de pereza (7)
        La pereza puede considerarse, ante todo, como vicio general, es decir, opuesto a toda virtud. Se trata de una fuente de faltas específicamente muy diversas, según que esté al origen de omisiones y negligencias relativas a un deber u otro. Sea cual sea su objeto tiene un cierto parentesco con el temor y la sensualidad.
  Continúa


        Ante todo, con el temor; ya Cicerón la definía como "el temor de la fatiga" (8); San Juan Damasceno la enumera, con el nombre de segnities (lentitud, flojedad, pereza, apatía), entre las especies del temor (9); Santo Tomás sigue en esto al Damasceno, emparentando la pereza con una especie del temor (la segnities) y definiéndola como "la fuga del obrar por el temor del mucho trabajo" (10).
        En segundo lugar, con la sensualidad: porque el perezoso se deja llevar por un amor exagerado a la comodidad y al reposo, es decir, por el placer (que él prefiere al deber); desde este punto de vista la pereza es una forma de sensualidad.
        Señala García Hoz que radica este vicio en el desorden del instinto de  conservación, una de cuyas modalidades es apartarse y huir de todo lo que signifique peligro de la vida o desgaste de sus energías (11). Este apartamiento prudente es utilizado por la pereza para, exagerándolo y haciéndole traspasar los límites razonables, apartar al hombre de ejecutar con perfección los trabajos y obras necesarias en orden a su fin. Con expresivas palabras lo manifiesta Fray Luis de Granada: "La pereza y flojedad dice: Si continuamente te das al estudio de la lección y oración y lágrimas, perderás la vista. Si extiendes mucho las vigilias de la noche, perderás el seso, y si te fatigas con trabajo demasiado, quedarás inhábil para todo ejercicio" (12). Concluye el pedagogo español: "En las anteriores frases se ve claramente que estamos ante uno de los vicios que con capa de necesidad encubre la superfluidad" (13).
3. Gravedad de este pecado
        La gravedad moral de la pereza se mide por los deberes que hace omitir o negligir; es grave cuando implica una negligencia en deberes graves, leve si los deberes son leves. Sin embargo, incluso cuando los deberes que se abandonan son leves, podría llegar a ser grave si se convierte en algo habitual y profundo, pues, como dice el Señor: todo árbol que no produce buenos frutos será arrojado al fuego eterno (Mt 7,19). También es grave cuando se omiten deberes leves por desprecio formal de la ley.
        Hay que señalar también la gravedad psicológica de la pereza, que se considera por los efectos que produce en el alma. A menudo empuja a la duplicidad y a la mentira, porque el culpable busca excusas a sus omisiones o negligencias. Cuando no se la combate precipita al alma en un sopor progresivo (como se lee en Pr 19,15: La pereza hunde en el sopor), porque como dice San Gregorio: "cuando se deja de querer obrar bien, se pierde poco a poco hasta el cuidado de pensar bien" (14). En fin, engendra sobre todo la ociosidad, con todo el cortejo de males que la acompañan.
        La ociosidad –inacción– hace perder el señorío y el control sobre sí mismo; pero si en el ocioso la inteligencia y la voluntad están inertes, no lo están las facultades inferiores, las cuales quedan en libertad para seguir sus inclinaciones naturales. De ahí que en los perezosos la imaginación y la sensibilidad reinen sin control, liberan la fantasía, provocan pensamientos turbios, despiertan los instintos perversos y arrastran fácilmente a las peores locuras como a las más vergonzosas degradaciones. La Escritura lo testimonia frecuentemente: Mucho mal enseñó la ociosidad (Si 33,28); Este fue el crimen de tu hermana Sodoma:... indolencia de la dulce vida (Ez 16,49).

II. LA ACEDIA
1. Naturaleza de la acedia
        La pereza en el plano espiritual y religioso se denomina propiamente acidia o acedia. La palabra griega avkhdi,a o avkhdei,a, aparece tres veces en la versión de los LXX (Sl 118,28; Sr 29,5; Is 61,3), traducida en la Vulgata por taedium (tedio) y maeror (tristeza profunda); no aparece en la versión griega del Nuevo Testamento. Se la encuentra entre los autores paganos, como por ejemplo, en Empédocles, Hipócrates, Luciano y Cicerón. El término griego, con el sentido de tedio, tristeza, pereza espiritual, se latinizó como acedia, acidia o accidia.
        Los Santos Padres y los autores eclesiásticos le dieron una gran importancia en la lucha espiritual. Fue estudiada por Casiano, San Juan Clímaco, San Juan Damasceno, Isidoro de Sevilla, Alcuino, etc. Casiano la define como: "taedium et anxietas cordis, quae infestat anachoretas et vagos in solitudine monachos" (tedio y ansiedad del corazón que afecta a los anacoretas y a los monjes que vagan en el desierto). Los Padres del desierto la llamaron "terrible demonio del mediodía, torpor, modorra y aburrimiento". Guigues el Cartujo la describió de la siguiente manera: "Cuando estás solo en tu celda, a menudo eres atrapado por una suerte de inercia, de flojedad de espíritu, de fastidio del corazón, y entonces sientes en ti un disgusto pesado: llevas la carga de ti mismo; aquellas gracias interiores de las que habitualmente usabas gozosamente, no tienen ya para ti ninguna suavidad; la dulzura que ayer y antes de ayer sentías en ti, se ha cambiado ya en grande amargura" (15).
        Santo Tomás de Aquino la define con precisión como tristitia de bono spirituali, tristeza del bien espiritual; indicando que su efecto propio es el quitar el gusto de la acción sobrenatural. Es una desazón de las cosas espirituales que prueban a veces los fieles e incluso las personas adentradas en los caminos de la perfección; es una flaccidez que los empuja a abandonar toda actividad de la vida espiritual, a causa de la dificultad de esta vida. Garrigou-Lagrange la definía como "cierto disgusto de las cosas espirituales, que hace que las cumplamos con negligencia, las abreviemos o las omitamos por fútiles razones. La acidia es el principio de la tibieza" (16).
        No menos importancia se le dio entre los autores del renacimiento espiritual español. La Puente dice que es "una tristeza o tedio de todas las obras de la vida espiritual, así de la vida activa como de la contemplativa, de donde procede que a todo lo bueno resiste y para todo inhabilita, y es lastimoso el estrago que hace" (17). Podemos encontrarla retratada en la "desolación" ignaciana; decía Ignacio: "Llamo desolación... [a] oscuridad de alma, turbación de ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor" (18). La acidia voluntaria (ya sea buscada, ya sea no combatida) es elemento culpable dispositivo de la desolación (19).
        La descripción que nos han dejado los Santos Padres, es detallada y precisa. Evagrio Póntico describía al acedioso diciendo: "La acedia es la debilidad del alma que irrumpe cuando no se vive según la naturaleza ni se enfrenta noblemente la tentación. En efecto, la tentación es para un alma noble lo que el alimento es para un cuerpo vigoroso. El viento del norte nutre los brotes y las tentaciones consolidan la firmeza del alma. La nube pobre de agua es alejada por el viento como la mente que no tiene perseverancia del espíritu de la acedia. El rocío primaveral incrementa el fruto del campo y la palabra espiritual exalta la firmeza del alma. El flujo de la acedia arroja al monje de su morada, mientras que aquel que es perseverante está siempre tranquilo. El acedioso aduce como pretexto la visita a los enfermos, cosa que garantiza su propio objetivo. El monje acedioso es rápido en terminar su oficio y considera un precepto su propia satisfacción; la planta débil es doblada por una leve brisa e imaginar la salida distrae al acedioso. Un árbol bien plantado no es sacudido por la violencia de los vientos y la acedia no doblega al alma bien apuntalada. El monje giróvago, como seca brizna de la soledad, está poco tranquilo, y sin quererlo, es suspendido acá y allá cada cierto tiempo. Un árbol transplantado no fructifica y el monje vagabundo no da fruto de virtud. El enfermo no se satisface con un solo alimento y el monje acedioso no lo es de una sola ocupación. No basta una sola mujer para satisfacer al voluptuoso y no basta una sola celda para el acedioso. El ojo del acedioso se fija en las ventanas continuamente y su mente imagina que llegan visitas: la puerta gira y éste salta fuera, escucha una voz y se asoma por la ventana y no se aleja de allí hasta que, sentado, se entumece. Cuando lee, el acedioso bosteza mucho, se deja llevar fácilmente por el sueño, se refriega los ojos, se estira y, quitando la mirada del libro, la fija en la pared y, vuelto de nuevo a leer un poco, repitiendo el final de la palabra se fatiga inútilmente, cuenta las páginas, calcula los párrafos, desprecia las letras y los ornamentos y finalmente, cerrando el libro, lo pone debajo de la cabeza y cae en un sueño no muy profundo, y luego, poco después, el hambre le despierta el alma con sus preocupaciones. El monje acedioso es flojo para la oración y ciertamente jamás pronunciará las palabras de la oración; como efectivamente el enfermo jamás llega a cargar un peso excesivo así también el acedioso seguramente no se ocupará con diligencia de los deberes hacia Dios: a uno le falta, efectivamente, la fuerza física, el otro extraña el vigor del alma. La paciencia, el hacer todo con mucha constancia y el temor de Dios curan la acedia. Dispón para ti mismo una justa medida en cada actividad y no desistas antes de haberla concluido, y reza prudentemente y con fuerza y el espíritu de la acedia huirá de ti" (20).
        San Juan Clímaco le dedica uno de los "escalones" de su "Escala Espiritual" describiéndola con términos semejantes (21).
2. Psicología de la acedia
        Psicológicamente la acedia entraña: a) una percepción errónea del bien (al acedioso le parece bueno lo que produce deleite –al menos espiritual–, y para él es malo lo que produce dolor); b) un desplazamiento en el objeto del amor: se ama el consuelo del bien o de la virtud, y no el bien y la virtud por sí mismos (en esto la acedia, como la pereza en general, entraña un movimiento de sensualidad); c) consecuentemente se produce una parálisis, o incluso una huida, en la ascética de la virtud a causa de la cruz que ésta comporta (en esto la acedia entraña un movimiento de temor y de fuga).
        Hay que tener en cuenta que la acedia, en cuanto tristeza del bien divino, no siempre es plenamente voluntaria. Ocurre a veces que afecta sólo la sensibilidad, como una manifestación de la resistencia de la carne contra el espíritu, y por eso la impresión de apatía por las cosas del espíritu se manifiesta incluso en las almas mejor impulsadas hacia la santidad (San Juan Clímaco dice que esta tentación acompaña al solitario durante toda su vida para no dejarlo sino en el momento de su muerte. Santo Tomás reconoce que "en los hombres perfectos pueden darse movimientos imperfectos de acidia al menos en la sensualidad, porque nadie es tan perfecto que no permanezca en él alguna contrariedad de la carne hacia el espíritu"(22)).
        En el origen de una crisis de acedia pueden hallarse diversas causas: la fatiga corporal, el sueño, el hambre, tentaciones muy frecuentes o muy violentas, una prolongada ausencia de consuelos sensibles, un despecho resultado de fracasos reales o aparentes en la lucha contra el mal o reprensiones más o menos merecidas, o bien la simple monotonía de los ejercicios regulares del espíritu, e incluso la necesidad del cambio que nos es natural. Así se lee en San Juan de la Cruz: "...estas sequedades podrían proceder muchas veces... de pecados e imperfecciones, o de flojedad y tibieza, o de algún mal humor o indisposición corporal" (23). Santa Teresa le asigna como causa las faltas deliberadas: "Como crecieron los pecados, comenzóme a faltar el gusto y el regalo en las cosas de virtud. Veía yo muy claro, Señor mío, que me faltaba esto a mí por faltaros yo a Vos" (24).
        La acedia, como la pereza, es muy grave en sus consecuencias, pues no sólo empuja a la ociosidad sino que conduce al relajamiento y a la tibieza, siendo así preludio de la ruina espiritual.
    Como señala San Juan de la Cruz, la acedia (aunque acose al hombre espiritual a lo largo de toda su vida) es un defecto más propio de los principiantes en el camino de la perfección. Esto es así porque se relaciona con varios defectos de los incipientes: el mendigar sabor o consuelo en las cosas espirituales, el buscar la propia voluntad en lugar de la Voluntad divina, el huir de la cruz: "También acerca de la acidia espiritual, suelen tener tedio en las cosas que son más espirituales y huyen de ellas, como son aquellas que contradicen al gusto sensible; porque, como ellos están tan saboreados en las cosas espirituales, en no hallando sabor en ellas las fastidian. Porque, si una vez no hallaron en la oración la satisfacción que pedía su gusto (porque en fin conviene que se le quite Dios para probarlos), no querrían volver a ella, o a veces, la dejan o van de mala gana. Y así, por esta acidia, posponen el camino de perfección, que es el de la negación de su voluntad y gusto por Dios, al gusto y sabor de su voluntad, a la cual en esta manera andan ellos por satisfacer más que a la de Dios.  Y muchos de éstos querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios. De donde les nace que, muchas veces, en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto, piensen que no es voluntad de Dios; y que, por el contrario, cuando ellos se satisfacen, crean que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo, y no a sí mismos con Dios, siendo muy al contrario lo que él mismo enseñó en el Evangelio (Mt 16,25), diciendo que el que perdiese su voluntad por él, ése la ganaría, el que la quisiese ganar, ése la perdería. Estos también tienen tedio cuando les mandan lo que no tiene gusto para ellos. Estos, porque se andan al regalo y sabor del espíritu, son muy flojos para la fortaleza y trabajo de perfección, hechos semejantes a los que se crían en regalo, que huyen con tristeza de toda cosa áspera, y oféndense de la cruz, en que están los deleites del espíritu; y en las cosas más espirituales más tedio tienen, porque, como ellos pretenden andar en las cosas espirituales a sus anchuras y gusto de su voluntad, háceles gran tristeza y repugnancia entrar por el camino estrecho, que dice Cristo (Mt 7,14), de la vida" (25).
3. El pecado de acedia
        La acedia es pecado. San Juan Damasceno definió la acedia como "una especie de tristeza deprimente"; Santo Tomás la describe como "tristeza mundana" (tristitia saeculi) (26). San Gregorio Magno la denomina como torpor circa praecepta, la apatía en torno a los preceptos (27). Santo Tomás afirma que siempre es algo malo; ya sea por sí misma o por sus efectos.  Es mala en sí misma cuando la tristeza es causada por un bien verdadero, pues el bien espiritual sólo debería alegrar. Es mala en sus efectos, cuando la tristeza es causada por algo que verdaderamente es un mal (y por tanto, tendría razón de entristecer) pero entristece al punto de abatir el ánimo y alejar de toda obra buena. En este sentido San Pablo, hablando del pecador, dice a los corintios: Perdonadlo y animadlo, no sea que se vea hundido en una excesiva tristeza (2 Cor 2,7) (28).
        La acedia es vicio especial cuando se opone al gozo que debería procurar el bien espiritual en cuanto bien divino. Este gozo es un efecto propio de la caridad; por eso, entristecerse del bien divino es un pecado contra la virtud teologal de la caridad: "entristecerse del bien divino, del cual goza la caridad, pertenece al vicio especial que es llamado acedia" (29). Este "entristecerse" ha de entenderse como: descontentar, sentir hastío, pereza, aburrimiento, desgana, apatía, displicencia. Propiamente consiste en la repugnancia a la virtud cuando ésta no va acompañada de consuelo; antipatía a la "virtud crucificada". En la cuestión De malo explica más en detalle que la acidia, en cuanto pecado especial, "produce tristeza del bien interno y divino", así como "amar este bien lo hace la caridad como virtud específica". La acidia tiene su raíz en el desorden de la carne y domina cuando domina en el hombre el afecto carnal (30).
4. La acedia, pecado capital
        La acedia no sólo es un pecado sino un pecado capital (31). "Pecado capital" significa etimológicamente el pecado que es principio, cabeza o madre de otros pecados. Los pecados capitales son origen de otros pecados en el género de la causalidad final, pues éste es el único modo de causalidad que entraña una influencia específica de ciertos pecados respecto de otros; las demás influencias causales son muy genéricas: "el pecado capital es aquel del que nacen otros vicios en razón de causa final" (32). Esto quiere decir que el vicio capital tiene un fin intrínseco para cuya consecución engendra otros pecados; por ejemplo, la avaricia, que tiene como fin la indefinida acumulación de riquezas, engendra el fraude, el dolo, el robo, la dureza del corazón, la inmisericordia (sin estas actitudes difícilmente el avaro podría enriquecerse como apetece). Por eso dice Santo Tomás que "llamamos pecados capitales a aquellos cuyos fines poseen cierto predominio sobre los otros pecados para mover el apetito" (33).
5. Pecados derivados de la acedia
        ¿Cuáles son los pecados que la acedia engendra como vicio capital? Si consideramos, como el Angélico, que equivale a lo que San Gregorio llama tristeza, debemos admitir con este último seis pecados derivados ("las hijas de la tristeza"): malicia, rencor, pusilanimidad, desesperación, indolencia en lo tocante a los mandamientos, divagación de la mente por lo ilícito (34).
        San Isidoro de Sevilla indica, en cambio cuatro derivadas de la tristeza: el rencor, la pusilanimidad, la amargura, la desesperación; y seis de la acidia propiamente dicha: la ociosidad, la somnolencia, la indiscreción de la mente, el desasosiego del cuerpo, la inestabilidad, la verbosidad, la curiosidad (35).
        Alcuino asigna cinco vicios a la tristeza: malicia, rencor, pusilanimidad de ánimo, amargura y desesperación; y ocho a la acedia: somnolencia, pereza para las buenas obras, inestabilidad de lugar, vagabundeo de lugar en lugar, tibieza para trabajar, tedio del corazón, murmuración y verbosidad (inaniloquia) (36).
        Santo Tomás conoce las dos primeras enumeraciones y se esfuerza por darles un sentido lógico y armonizarlas tomando como base la de San Gregorio. Parte de lo que dice Aristóteles: "nadie por largo tiempo puede permanecer con tristeza y sin placer" (37), por lo que, de la tristeza nace necesariamente un doble movimiento: huida de lo que entristece y búsqueda de lo que da placer. De este doble movimiento se originan seis pecados principales (y otros secundarios relacionados a estos) (38):
1) Desesperación. Ha de entenderse como la natural repugnancia y consecuente huida de aquella obra difícil que produce tristeza. El fastidio y el aburrimiento no combatidos (al menos mediante la perseverancia y firmeza en no abandonar la obra comenzada o el deber contraído) pueden terminar en el abandono, en la desesperación de no poder llevar adelante tales obligaciones. Cuando el propio gusto, buscado como fruto de las obras, es superior al deseo de cumplir la voluntad de Dios, basta el dejar de hallar tal gusto para que se origine un creciente aborrecimiento que puede llevar al abandono de ellas. En esto más de perder llevan quienes más atados a los gustos están, como dice San Juan de la Cruz: "Estos también tienen tedio cuando les mandan lo que no tiene gusto para ellos. Estos, porque se andan al regalo y sabor del espíritu, son muy flojos para la fortaleza y trabajo de perfección, hechos semejantes a los que se crían en regalo, que huyen con tristeza de toda cosa áspera, y oféndense de la cruz, en que están los deleites del espíritu; y en las cosas más espirituales más tedio tienen, porque, como ellos pretenden andar en las cosas espirituales a sus anchuras y gusto de su voluntad, háceles gran tristeza y repugnancia entrar por el camino estrecho, que dice Cristo (Mt 7, 14), de la vida" (39). El tedio "envuelve al hombre con una cadena sin fin, de la cual sólo puede librarse mediante un esfuerzo de su voluntad; porque si se deja llevar de su tendencia sensible, la falta de gusto en las cosas espirituales engendra el tedio y éste a su vez aumenta el disgusto, y de aquí nace el tedio aumentado que sigue su labor aniquiladora de las obras. ‘Más me recelo –dice Fray Juan de los Ángeles– del tedio..., que le vuelve incapaz de toda devoción y sentimiento espiritual’" (40).
2) Pusilanimidad. La acedia engendra la "pusilanimidad y cobardía de corazón para acometer cosas grandes y arduas empresas" (41). El tedio a la dificultad que comporta la virtud (al menos en los comienzos de la vida ascética) engendra miedo al trabajo y a la perseverancia en las buenas obras y consecuentemente el ánimo se apoca. Esto proviene en definitiva del aprecio exagerado al cuerpo (sensualidad) y también de la baja apreciación de sí mismo al pensar que por el amor y afición de los deleites no va a ser posible sufrir los trabajos y dificultades de la carne.
3) Incumplimiento de los preceptos. Primero voluntariamente (ociosidad y soñolencia voluntarias ante los deberes de estado o simplemente ante los mandamientos divinos), y a la postre como una imposibilidad de obrar el deber fruto de la abulia adquirida (42).
4) Rencor o amargura. Santo Tomás entiende esta expresión como "indignación contra las personas que nos obligan contra nuestra voluntad a los bienes espirituales que nos contristan" (43). Es decir, los superiores en la vida religiosa, y, para los perezosos en general, los virtuosos. Los primeros porque tienen autoridad para exigirnos el cumplimiento de la virtud. Los segundos porque el virtuoso, como el santo, "acusa" con su virtud eminente la desidia de los flojos. "Los santos me acusan", confesó cierta persona al tener que explicar por qué en su biblioteca no se hallaba hagiografía alguna. Este rencor puede tomar la forma de "espíritu crítico" tanto contra los mismos bienes espirituales (para justificarse a sí mismo de no buscarlos, cargando las tintas sobre su dificultad o inoportunidad de los mismos) cuanto contra a las personas que nos empujan a buscarlos.
5) Malicia propiamente dicha. El término designa, en el lenguaje del Aquinate, "indignación y odio contra los mismos bienes espirituales" (44). Es un punto probablemente no querido ni sospechado por el acidioso, pero en el que lógicamente puede desembocar el resentimiento y animadversión que experimenta (cuando no es combatido) por los bienes espirituales o las personas que con ellos nos relacionan: se empieza por "amar menos", se sigue por "preferir" otra cosa a los bienes espirituales; puede terminar por odiar aquello que ya desistimos de conseguir o buscar.
6) Divagación por las cosas prohibidas (inestabilidad del alma, curiosidad, verbosidad, inquietud corporal, inestabilidad local). Divagar significa "apartarse del asunto que se debe o se está tratando". Indica aquí el dirigirse hacia lo ilícito como fruto de la deserción de los bienes sobrenaturales. Es un volcarse hacia las creaturas (conversio ad creaturas) del pecado en general y propio de este pecado en particular. Magnificas descripciones al respecto debemos a los grandes recopiladores del monacato primitivo, como pudimos observar en los relatos de Evagrio y Juan Clímaco. El perezoso o acidioso, aunque no es capaz de realizaciones concretas, deja que su imaginación construya castillos en el aire, en los que él es protagonista de cuanto no hace en la vida real. Esto no sólo representa una pérdida de tiempo sino que suele terminar siendo ocasión de pecado. Esta divagación puede verificarse en todos los órdenes: en el hablar (verbosidad), en el conocer (convertido en curiosidad), en los propósitos (inestabilidad del alma), en el reposo (permanente desplazamiento de un lugar para otro, e incluso agitación física). Esto es consecuencia lógica de su flojedad en entregarse del todo a Dios, como explica muy bien San Juan de Ávila: "Si con pereza y tibieza negocia el negocio de Dios, allende de ser desleal al Señor que con tanto ardor de amor negoció nuestro negocio tomando la cruz por nos con gran denuedo, sobrándole amor y faltándole que padecer; más aún: vivirá una vida tan miserable que de penada la haya de dejar; porque como el tibio no goza de placeres de mundo por haberlos dejado con un poco de buen deseo, y como por falta de diligencia no goce de los de Dios, está como puesto entre dos contrarios, que cada uno le atormenta por su parte, padeciendo desconsuelos gravísimos que le hacen, en fin, dejar el camino y con miserable consejo buscar las cebollas de Egipto (Núm 11,5) que ya dejó, porque no puede sufrir la aspereza del desierto" (45).
6. Los remedios contra la acedia
        Algunos remedios son comunes con la pereza; otros son específicos de la acedia. Señalemos entre estos:
        1) Hay que meditar y valorar como bienes reales para nosotros los dones sobrenaturales con que Dios nos agracia. Dice Santo Tomás: "Cuando pensamos más en los bienes espirituales, más nos agradan, y más de prisa desaparece el tedio que el conocerlos superficialmente provocaba" (46). Y el mismo en otro lugar: "Cuanto más pensamos en los bienes espirituales, tanto más placenteros se nos vuelven, y con esto cesa la acedia" (47). Condición fundamental para el amor es que la voluntad perciba como "bien para ella" aquello que debe amar. El verse objeto del amor de Dios enciende nuestro amor por Dios; este objeto tiene, por ejemplo, la "Contemplación para alcanzar amor" con que San Ignacio concluye sus Ejercicios Espirituales.
        En este sentido también es esencial el ejercicio de la fe iluminando con criterios sobrenaturales las realidades que han de ser amadas: Dios, el cielo, la gracia, la santidad; y los medios para alcanzar este "Bien Sobrenatural": la cruz, el renunciamiento, el ejercicio de la virtud, la práctica de la misericordia, las bienaventuranzas evangélicas. Quien se ejercita de esta manera es capaz de afirmar como Santa Teresa de Lisieux: "me es dulce el padecer" (48); San Francisco Javier: "los que gustan de la cruz de Cristo Nuestro Señor descansan viviendo en estos trabajos y mueren cuando de ellos huyen o se hallan fuera de ellos" (49).
        2) La acedia es pecado contra la caridad; se vence pues haciendo crecer la caridad hacia Dios y los dones por los que Dios se nos participa: la gracia, los dones del Espíritu Santo, los mandamientos divinos, los consejos evangélicos. Todos los medios para acrecentar la caridad son remedios para vencer la acedia: la vida fraterna, la misericordia, el trato asiduo con la Eucaristía, la oración perseverante, la lectura sabrosa de la Sagrada Escritura, etc.
        3) Como la tentación de la acedia puede ser parte de las desolaciones con que Dios purifica el alma (50), conviene también considerar todos los motivos por los cuales la desolación nos es provechosa: como purificación de nuestros pecados, para que experimentemos realmente lo que es de Dios en nosotros y los límites que tiene nuestra acción sin la ayuda y consuelo de Dios, para reparar nuestras negligencia y lentitudes, y para hacernos crecer en la humildad.
        4) En cuarto lugar, como la acedia es un modo de pereza, valen para ella los remedios generales para este defecto: la firmeza de propósitos; el combate decidido contra el ocio obrando por medio de la lectura espiritual, la Salmodia, el trabajo manual, la oración y las obras buenas de todo género. Dice Alcuino que el diablo tienta más difícilmente a quien nunca está ocioso (51). Y Casiano, apela a la experiencia para resaltar la resistencia antes que la huida: "Es algo experimentado que se impugna la acedia no huyendo sino resistiendo"(52).
        5) Siendo también una forma de sensualidad se la combate también con la mortificación, especialmente mortificando aquello que es más propio de la acedia: la constante movilidad, la curiosidad, la verbosidad, etc. (53).
        6) Pero fundamentalmente la acidia se purifica en la "noche pasiva del sentido", es decir, en las purificaciones a las que Dios sujeta al alma. Se trata de una gracia purificadora a la que el alma debe responder por medio de su docilidad y paciencia. Lo explica San Juan de la Cruz en su "Noche oscura": "Acerca de las imperfecciones de los otros tres vicios espirituales que allí dijimos que son ira, envidia y acidia, también en esta sequedad del apetito se purga el alma y adquiere las virtudes a ellas contrarias; porque, ablandada y humillada por estas sequedades y dificultades y otras tentaciones y trabajos en que a vueltas de esta noche Dios la ejercita, se hace mansa para con Dios y para consigo y también para con el prójimo; de manera que ya no se enoja con alteración sobre las faltas propias contra sí, ni sobre las ajenas contra el prójimo, ni acerca de Dios trae disgusto y querellas descomedidas porque no le hace presto bueno... Las acidias y tedios que aquí tiene de las cosas espirituales tampoco son viciosas como antes; porque aquéllos procedían de los gustos espirituales que a veces tenía y pretendía tener cuando no los hallaba; pero estos tedios no proceden de esta flaqueza del gusto, porque se le tiene Dios quitado acerca de todas las cosas en esta purgación del apetito" (54)
        Volviendo a Dante con quien empezamos, comentábamos que el Poeta no sólo ve a los perezosos en el vestíbulo infernal sino también en una de los cornisas en las que divide su "Purgatorio". La perspectiva, sin embargo, cambia. Estos no son los que penan su grave ingavia sino los que se purifican de ella. Al igual que en el Infierno, los ve venir en gran número, corriendo y llorando, pero nota como diferencia que aquí son estimulados por una buena voluntad y un justo amor: cui buon volere e giusto amor cavalca (55). Dante los contempla amonestándose unos a otros y acicateándose con ejemplos de presteza y solicitud: van recordando la celeridad sobrenatural de María Santísima al subir a la montaña de Judea para visitar a su prima Isabel; y a la prontitud humana de César en correr a Lérida para luchar contra Afrani y Petreo, lugartenientes de su rival Pompeyo.
          Este apuro tiene en ellos un efecto satisfactorio por las perezas pasadas:
"Ratto, ratto che'l tempo non si perda
per poco amor" gridavan li altri appresso;
"chè studio di ben far grazia rinverda" (56).
"Pronto, pronto, que el tiempo no se pierda
por poco amor" exclamaban otros en pos;
"que el afán de bien obrar reverdezca  la gracia".

        El "anhelo de las buenas obras" cicatriza las llagas que la pereza abrió en la voluntad del bien. Y más adelante les dice el Poeta:
"O gente in cui fervore aguto adesso

ricompie forse negligenza e indugio

da voi per tepidezza in ben far messo..." (57).
"¡Oh almas en quienes un fervor ardiente
rehace ahora quizá la negligencia y la tardanza

que por tibieza empleásteis en el bien!"
      Y ellos le contestan:
"Noi siam di voglia a muoverci sì pieni,
che restar non potem..." (58).
Estamos tan llenos de deseos de avanzar,
que detenernos no podemos...

        En el fondo, es ese deseo de avanzar en la virtud, movidos por la gracia y amor del Bien Sobrenatural que es Dios, el gran acicate que purifica del vicio de la acidia.

Notas
(1) Inferno, III, 64.
(2) Inferno, III, 35-41. 46-50.
(3) Inferno, III, 62-63.
(4) Cf. Giovanni Fallani, Dante poeta teologo, Milano 1965, p. 84
(5) "Se essi (i cieli) ricevessero questa spezie d’angeli, la quale è viziosa, essi maculerebbero la lor bellezza; e perciò, acciò che questo non avveng, li scacciano e dilunganli da loro".
(6) Garrigou-Lagrange, R., Las tres edades de la vida interior, Madrid 1988, t. I, p. 449.
(7) Cf. Santo Tomás, II-II, q.35; De Malo, q.11; A. Vansteenberghe, Paresse, Dictionaire de Théologie Catholique, XI, 2023-2030; E. Colom, Pereza, G.E.R., t.XVIII, 287-289.
(8) Cf. Cicerón, Tusculan., l.IV, c.VIII, n.12.
(9) Cf. San Juan Damasceno, De fide ortodoxa, l. II, c. XV; PG, 94, 931.
(10) I-II,41,4.
(11) Cf. García Hoz, Víctor, Pedagogía de la lucha ascética, Consejo Superior de Investigaciones Científicas
Instituto pedagógico ‘San José de Calasanz’, Madrid 1946, p.181.
(12) Fray Luis de Granada, Guía de pecadores, l. II, c. XIII.
(13) García Hoz, op.cit., p. 182.
(14) San Gregorio, Regla  pastoral, L.III, c.15; Obras de San Gregorio Magno, B.A.C., Madrid, 1958, p. 175.
(15) Citado por Vansteenberghe, col. 2026.
(16) Op. cit., p. 450.
(17) La Puente, Guía espiritual, trat. IV, c. XVII, Ed. Apostolado de la Prensa, Madrid 1926, p. 957.
(18) San Ignacio, Ejercicios Espirituales, n. 317.
(19) No se identifica plenamente con la desolación descrita por el Santo sino con uno de sus aspectos, pues en la desolación espiritual "hay que distinguir dos elementos: uno negativo, la retirada o negación de las gracias palpables consoladoras; y otro positivo, el estado depresivo descrito. El primero es de origen divino. El segundo, de origen diabólico..." (López Tejada, D., Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. Comentario y textos afines, Madrid 1998, pp. 855-856). En la desolación "Dios es causa permisiva...; el demonio, causa eficiente; y el hombre, causa dispositiva (culpable o inculpable)" (Ibid., p. 869).
(20) Evagrio Póntico, De octo vitiosis cogitationibus, cap. XIII-XIV.
(21) "Uno de los ramos que nacen de la locuacidad y mucho hablar, es la acidia o pereza, como arriba dijimos. Y por esto convenientemente se le da este lugar en esta cadena espiritual. Acidia es relajación del animo, muerte del espíritu, menosprecio de la vida monástica, odio de la propia profesión. Esta hace [considerar] a los seglares bienaventurados, y a Dios áspero y riguroso. Para el cantar de los salmos está flaca, para la oración enferma, para el servicio de casa como de hierro, para la obra de manos diligente, y para la obediencia pesada. El varón sujeto y obediente está lejos de la pereza, y con el ejercicio de las cosas sensibles aprovecha en las inteligibles. La vida monástica resiste a la pereza: lo cual por otra parte es tan perpetua compañera del monje solitario, que hasta la muerte no le dejará, y todos los días que viviere le combatirá. Pasando la acidia par de la celda del solitario se sonrió y llegándose a las puertas de ella determinó hacer ahí su morada. Por la mañana en amaneciendo visita el medico los enfermos; mas la pereza visita los monjes al medio día. Esta nos encomienda el recibimiento de los huéspedes, y nos incita a que hagamos limosna del trabajo de nuestras manos. Amonéstanos también visitar los enfermos alegremente, alegándonos para esto aquel dicho del Evangelio: Enfermo estaba y vinisteis a mí. Dícenos que vamos a consolar los tristes y pusilánimes: y siendo ella pusilánime, nos aconseja que vamos a esforzar los que lo son. Estando en la oración nos trae a la memoria alguna cosa que nos conviene hacer; y careciendo ella de toda razón, no hay cosa que no haga por tirarnos de allí con cuerdas de razón. Todas estas obras nos aconseja, no con espíritu de caridad ni de virtud, sino para que bajo color de bien nos aparte de los espirituales ejercicios, por el gran trabajo y desabrimiento que recibe en ellos. Tres horas al día acarrea este espíritu de acidia calentura y dolor de cabeza, y otros semejantes accidentes; mas cuando se llega la hora de nona, puesta ya la mesa, resucita un poco, y salta de su lugar: y cuando vuelve el tiempo de la oración, torna a enflaquecerse y sentir pesadumbre. A los que están en la oración fatiga con sueño, y con importunos bostezos les quita el verso de la boca. Los otros vicios y perturbaciones cada uno se vence con su virtud contraria: mas la acidia es muerte perpetua de toda la vida religiosa. El anima varonil y robusta levanta y resucita el espíritu muerto y caído: mas la acidia y la flojedad todas las riquezas de las virtudes destruye en un punto; pues a todos los buenos ejercicios cierra la puerta... Cuando no se llega la hora de cantar los salmos, no parece la acidia; mas al tiempo del oficio divino luego abre los ojos y resucita. En el tiempo que nos combate la acidia, entonces se descubre cuáles sean aquellos caballeros esforzados que arrebatan el Reino de los cielos; y apenas hay cosa que tanta materia de coronas dé al monje. Si consideras atentamente, hallarás que este vicio cansa a los que están en pie cantando los salmos; y a los que están asentados hace que se recuesten sobre la pared, porque estén más a su placer. Nos convida a salir de la celda, y hacer ruido o estruendo con los pies, por no poder tener el cuerpo quieto. El principal remedio contra este mal es el llanto; porque el que llora a sí mismo, no sabe qué cosa es acidia. Atemos también este tirano con la memoria de los pecados, y azotémoslo con el trabajo de las manos, y llevémoslo arrastrando con el deseo y consideración de los bienes eternos; y estando en pie, sea por orden de juicio preguntando: Dinos, oh remiso y disoluto tirano, ¿quién es el padre que tan mal hijo engendró? ¿quién son tus hijos? ¿quién los que te combaten? ¿y quién, finalmente el que te corta la cabeza? El entonces a estas preguntas responderá: Yo entre los verdaderos obedientes no tengo sobre qué reclinar mi cabeza: mas moro en compañía de los que buscan la quietud de la soledad, sino viene con gran recato. Los padres que me engendraron y me dieron nombre son muchos: porque muchas veces la insensibilidad, y otras el olvido de las cosas celestiales, y otras también la demasía de los trabajos que me engendran. Mis hijos legítimos son la mudanza de los lugares que por mí se hace, la desobediencia del Padre espiritual, el olvido del juicio advenidero, y a veces también el desamparo de mi propia profesión. Mis contrarios que ahora me tienen presa son el oficio del cantar los Salmos, y el trabajo de manos, y la memoria de la muerte; mas quien me corta la cabeza es la oración, acompañada con esperanza firmísima de los bienes advenideros" (San Juan Clímaco, La escala espiritual, escalón XIII).
(22) De malo, 11,3 ad 1.
(23) San Juan de la Cruz, Noche oscura, I, c. 9,1.
(24) Santa Teresa de Jesús, Vida, 7,1.
(25) San Juan de la Cruz, Noche oscura, I, c. 7, 2-4.
(26) Cf. De malo, 11,3 sed contra 1°.
(27) San Gregorio Magno, Moralia, XXXI, c. 45,88.
(28) En la cuestión disputada De malo, el Angélico explica: "Hay un doble bien, uno el bien verdadero, y  otro el bien aparente, es decir, aquel que es bien sólo bajo cierto aspecto (pues no es verdaderamente bueno sino lo que es totalmente bueno); así también hay un doble mal: uno es el mal absoluto, y otro el que es mal sólo aparente y bajo cierto aspecto mientras que considerado en sí es un bien. Por tanto, así como el amor, la concupiscencia y el deleite que versan sobre el bien verdadero son laudables, así los que versan sobre el bien aparente y no verdadero, son vituperables; igualmente el odio, el fastidio y la tristeza que versan sobre lo que es verdaderamente malo son afectos laudables, mientras que estos afectos cuando versan sobre lo que es un bien aparente y un verdadero mal, son vituperables y pecaminosos. Ahora bien, la acidia es tedio o tristeza del bien espiritual e interno, como dice Agustín al comentar el Salmo 106,18. Y por tanto, como el bien espiritual e interno es un bien verdadero y no puede ser mal sino aparentemente, a saber, en cuanto contraría los deseos carnales, es manifiesto que la acidia, al ser tristeza, puede considerarse doblemente: ante todo, en cuanto que es un acto del apetito sensible; en segundo lugar, en cuanto que es acto del apetito intelectivo, que es la voluntad. Todos estos nombres de afectos que son actos del apetito sensitivo, son pasiones; en cambio, en cuanto designan actos del apetito intelectivo, son simples movimientos de la voluntad. El pecado propiamente y en sí está en la voluntad, como dice Agustín. Por tanto, si la acidia designa un acto de la voluntad que huye del bien interno y espiritual, puede tener perfecta razón de pecado; si en cambio designa sólo un acto del apetito sensitivo, no tiene razón de pecado sino por razón de la voluntad, o sea, en cuanto la voluntad podría impedirlo; por tanto, si no lo impide, pudiendo, tiene razón de pecado, aunque imperfectamente" (De malo, 11,1).
(29) II-II,35,2.
(30) "Este bien divino es capaz de entristecer al hombre por la contrariedad que hay entre el espíritu y la carne, pues como dice el Apóstol, la carne desea contra el espíritu (Ga 5,17); y por tanto, cuando domina en el hombre el afecto carnal, el bien espiritual le causa fastidio como algo contrario a sí; del mismo modo que el hombre que tiene el sentido del gusto infectado, le resulta fastidioso el alimento saludable, y le entristece el tener que comerlo. Tal tristeza y abominación o tedio del bien espiritual y divino, es la acidida" (De malo, 11,2).
(31) Los vicios capitales se dividen según las distintas formalidades en que el apetito humano puede tender desordenadamente al bien o huir desordenadamente de él por el mal aparente que puede estarle unido. La inclinación desordenada hacia el bien da lugar a la vanagloria (cuando se está dominado por la búsqueda del bien espiritual de la propia excelencia), la gula (cuando el bien perseguido es el de la conservación individual), la lujuria (cuando es el bien de la conservación específica) y la avaricia (cuando se trata de los bienes exteriores). En cambio, cuando el apetito huye del bien por las dificultades adjuntas tenemos tres vicios: la acedia o pereza (si se huye del bien espiritual, por el esfuerzo que supone alcanzarlo), la envidia (si se rechaza el bien ajeno considerado como obstáculo para nuestra propia excelencia, pero sin rebelarse contra él), y la ira (cuando se rechaza el bien ajeno considerado como obstáculo para nuestra propia excelencia, con deseo de venganza y violencia) (Cf. I-II,84,4).

(32) De malo, 11,4. Hablando en sentido general, todo pecado puede ser causa de otro pecado; ya había afirmado San Gregorio que el pecado que no se borra pronto por la penitencia, es pecado y causa de pecado. Esto puede ocurrir de varios modos:
    a) Ante todo, un pecado puede ser causa eficiente de otros pecados y esto dos modos. Primero de modo indirecto en cuanto un pecado quita los obstáculos para caer en otros pecados (causa removens prohibens); ya que por un pecado se pierde la gracia en el orden sobrenatural, o la vergüenza en el natural, que hacían de barreras para no in­currir en otros pecados. En segundo lugar, de modo directo, cuando la repetición de un pecado crea un hábito vicioso, es decir, un hábito desordenado que inclina a la ejecución de actos cualitativamente semejantes a sí.
    b) En segundo lugar, puede ocurrir que ciertos pecados sean causa material de otros, es decir, que preparen el terreno y la materia para otros; como, por ejemplo, la gula prepara los pecados de lujuria.
    c) En tercer lugar, algunos pecados pueden actuar sobre otros pecados al modo de una causa final, es decir, por el dinamismo interno de ciertos vicios que, por su propia naturaleza, engendran otros pecados para alcanzar sus propios fines. Desde este punto de vista, la influencia es también formal, ya que en el orden moral el fin da la forma a los actos.
(33) Cf. I-II, 84, 4.
(34) Cf. San Gregorio Magno, Moralia, 31,1; Santo Tomás, II-II, 35, 4 obj.2.
(35) Cf. San Isidoro, Quaest. in Vet. Test., PL 83,366; Santo Tomás, II-II, 35, 4, obj. 3.
(36) Cf. Alcuino, De virt. et vitiis, c. XXXII-XXXIII; PL 101,635; cit. por Vanteenberghe, loc. cit., col. 2029.
(37) Aristóteles, VIII Etica, 5,2.
(38) Podemos dividirlos con el Angélico, de la siguiente manera (cf. II-II, 35, 4 ad 2 y 3):
A. En la huida del bien que entristece:
    a) Produce la huida de lo contrista
                a’) Se huye del fin que contrista: tal es la desesperación
                b’) Se huye de los bienes (medios) que llevan al fin que contrista:
                                a’’) si se trata de los consejos tenemos la pusilanimidad
                                b’’) si de los mandamientos en general: la indolencia de los preceptos; de esto procede la "ociosidad" (cuando no los cumple de ninguna manera) y la "soñolencia" (cuando los cumple a medias) que indica Isidoro.
   b) Más aún, se termina por impugnar lo que causa la tristeza
                a’) Cuando cristaliza contra los hombres que encaminan a estos bienes: el rencor; efecto de este rencor es la "amargura" que señala Isidoro.
                b’) Cuando se detestan los mismos bienes: la malicia rigurosa
B. En la búsqueda del placer que impulsa la tristeza: se da la divagación de la mente por las cosas prohibidas. De esta divagación se derivan cinco de los defectos que indica Isidoro:
    a) cuando esta divagación del alma lleva a derramarse sin concierto por lo más diverso se llama "inestabilidad del alma";
    b) si afecta al conocer, tenemos la "curiosidad";
    c) si en el hablar, la "verbosidad";
    d) si zarandea el cuerpo impidiéndole estar fijo, es la "inquietud corporal";
    e) si no lo deja estar en lugar alguno, tenemos la "inestabilidad de lugar".
(39) San Juan de la Cruz, Noche oscura, I,VII,4.
(40) García Hoz,  op.cit., p. 183; la cita de Fray Juan de los Ángeles es de Conquista, diálogo VII, XV.
(41) La Puente, Guía espiritual, trat. IV, c. XVII.
(42) Decía San Gregorio Magno en su Regla pastoral: "Al perezoso se le ha de hacer saber que muchas veces, cuando no queremos hacer oportunamente las cosas que podemos, poco después, cuando queremos, ya no podemos; porque la desidia del alma, cuando no se sacude con oportuno ardor, aumenta furtivamente con el sopor, el cual hace decaer totalmente el deseo del bien... Se dice que la pereza hace venir el sueño porque cuando se deja de querer obrar bien, poco a poco se pierde además el cuidado de pensar bien..." (San Gregorio Magno, Regla pastoral, en Obras, BAC, Madrid 1958, pp. 174-175).
(43) Cf. De malo, 11,4.
(44) De malo, 11,4.
(45) San Juan de Ávila, Epistolario, carta 138, en: Obras completas, t.V,  Madrid 1970, p.513.
(46) Santo Tomás, II-II, 31, 1 ad 4.
(47) II-II,35,1 ad 4.
(48) Historia de un alma, XII,21.
(49) Carta del 20 de setiembre de 1542; Cartas y Escritos de San Francisco Javier, BAC, Madrid 1979, p.91.
(50) Cf. San Ignacio, Ejercicios Espirituales, n. 322.
(51) Cf. Alcuino, loc. cit., col. 635.
(52) Casiano, De instit. caenob., XI, 25; PL 49,398.
(53) "Nos es preciso tener una gran generosidad en el amor a Dios e imponernos cada día algunos sacrificios precisamente en la materia en que nos veamos más flojos e imperfectos. En este negocio, sólo el primer paso se hace cuesta arriba. Después de una semana, la cosa es ya más fácil, por ejemplo, levantarse a una hora fija y mostrarse amable con los demás... Algunos sacrificios hechos cada día serán gran parte a dar a nuestra vida espiritual tonalidad y vigor. Y así volverá paso a paso el fervor fundamental y la presteza de la voluntad en el servicio de Dios" (Garrigou-Lagrange, op. cit., p. 456).
(54) San Juan de la Cruz, Noche oscura, I, c. 13, 7 y 9.
(55) Purgatorio, XVIII, 95.
(56) Purgatorio, XVIII, 103-105.
(57) Purgatorio, XVIII, 106-108.
(58) Purgatorio, XVIII, 115-116.