VATICANO,
17 Jun. (ACI).-
La catequesis del
Papa Francisco este miércoles en la Audiencia General tuvo como tema principal
el de la muerte en la familia.
Esta, indicó, es “una experiencia que afecta a todas las familias, sin
excepción alguna” puesto que “es parte de la vida”.
A
continuación, puede leer el texto completo de la catequesis del Papa Francisco
sobre el luto en la familia, gracias a la traducción de Radio Vaticano:
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el
recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente inspiración
del episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr.
Lc 7,11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de
Jesús por quien sufre – en este caso, una viuda que ha perdido a su único hijo
– y nos muestra también la potencia de Jesús sobre la muerte.
La muerte
es una experiencia que concierne a todas las familias, sin ninguna excepción.
Es parte de la vida; sin embargo, cuando toca a los afectos familiares, la
muerte no nos parece jamás natural. Para los padres, sobrevivir a los propios
hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza
elemental de las relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de
un hijo o de una hija es como si detuviera el tiempo: se abre un abismo que
traga el pasado y también el futuro.
La muerte,
que se lleva el hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los
dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho
nacer. Tantas veces vienen a misa en Santa
Marta padres con la foto de un hijo, una hija, niño, muchacho, muchacha y me
dicen: “se fue”. La mirada es tan dolorida. La muerte toca y cuando es un hijo
toca profundamente. Toda la familia queda paralizada, enmudecida. Y algo
similar sufre el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre, o de
ambos.
Esa
pregunta: “¿dónde está papá?” “¿Dónde está mamá?” – Está en el cielo. “¿Pero por
qué no lo veo?” Esta pregunta que cubre una angustia en el corazón del niño o
la niña. Se queda solo. El vacío del abandono que se abre dentro de él es aún
más angustiante por el hecho que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente
para “dar un nombre” a aquello que ha sucedido. “¿Cuándo vuelve papá?” “¿Cuándo
vuelve mamá?” ¿Qué se responde? Y el niño sufre. Y así es la muerte en familia.
En estos
casos la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias
y a la cual no sabemos dar explicación. Y a veces, se llega incluso a dar la
culpa a Dios. Pero cuánta gente – yo los entiendo – se enoja con Dios,
blasfema: “¿Por qué me has quitado el hijo, la hija? ¡Dios no está, no existe!
¿Por qué hizo esto?”.
Tantas
veces hemos escuchado esto. Pero esta rabia es un poco aquello que viene del
corazón, del gran dolor. La pérdida de un hijo o de una hija, del papá o de la
mamá es un gran dolor. Y esto sucede continuamente en las familias. En estos
casos, he dicho, la muerte es casi como un agujero.
Pero la
muerte física tiene “cómplices” que son aún peores que ella y que se llaman
odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que trabaja
para la muerte y la hace todavía más dolorosa e injusta. Los afectos familiares
aparecen como las víctimas predestinadas e indefensas de estas potencias
auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre. Pensemos en la
absurda “normalidad” con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los
eventos que agregan horror a la muerte son provocados por el odio y por la
indiferencia de otros seres humanos. ¡El Señor nos libere de acostumbrarnos a
esto!
En el
pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, tantas familias
demuestran, con los hechos, que la muerte no tiene la última palabra y esto es
un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en el luto – incluso
terrible – encuentra la fuerza para custodiar la fe y el amor que nos unen a
aquellos que amamos, impide a la muerte, ya ahora, que se tome todo. La
oscuridad de la muerte debe ser afrontada con un trabajo de amor más intenso.
"¡Dios
mío, aclara mis tinieblas!”, es la invocación de la liturgia de la tarde. En la
luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de aquellos que el
Padre le ha confiado, nosotros podemos sacar a la muerte su “aguijón”, como
decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedirle avenenarnos la vida, de
hacer vanos nuestros afectos, de hacernos caer en el vacío más oscuro.
En esta fe,
podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor ha vencido la muerte de
una vez por todas. Nuestros seres queridos no desaparecieron en la oscuridad de
la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes
de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por esto el camino es hacer
crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en el
cual cada lágrima será secada, cuando “no habrá más muerte, ni pena, ni queja,
ni dolor” (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del
luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una
nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las
familias que nacen y renacen en la esperanza.
Nacer y
renacer en la esperanza, esto nos da la fe. Pero yo quisiera subrayar la última
frase del Evangelio que hoy hemos escuchado. Después que Jesús trae de nuevo a
la vida a este joven, hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: “Jesús
lo restituyó a su madre”. ¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres
queridos que se han ido, todos el Señor los restituirá a nosotros y con ellos
nos encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este
gesto de Jesús; “Y Jesús lo restituyó a su madre”. ¡Así hará el Señor con todos
nuestros seres queridos de la familia!
Esta fe nos
protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas
consolaciones del mundo, de modo que la verdad cristiana “no corra el riesgo de
mezclarse con mitologías de varios géneros cediendo a los ritos de la
superstición, antigua o moderna” (Benedicto XVI,
Ángelus del 2 de noviembre 2008).
Hoy es
necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de manera más
concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto. No
se debe negar el derecho al llanto - ¡debemos llorar en el luto! También Jesús
“rompió a llorar” y estaba “profundamente turbado” por el grave luto de una
familia que amaba (Jn 11,33-37).
Podemos más
bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que ha sabido
captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor,
crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los
muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte del trabajo de la muerte.
¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos
“cómplices” activos con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: “Y Jesús
lo restituyó a su madre”, así hará con todos nuestros seres queridos y con
nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente
vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús.
¡Jesús nos restituirá en familia a todos! Gracias.