Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El
Evangelio de hoy está formado por dos parábolas muy breves: la de la semilla
que germina y crece sola, y la de la semilla de mostaza (Cfr. Mc 4,
26 - 34). A través de estas imágenes tomadas del mundo rural, Jesús presenta la
eficacia de la Palabra de Dios y las exigencias de su Reino, mostrando las
razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso en la historia.
En la
primera parábola la atención se pone sobre el hecho de que la semilla, tirada
en la tierra, se arraiga y se desarrolla sola, independientemente de que el
campesino duerma o vele. Él confía en el poder interno de la misma semilla y en
la fertilidad del terreno.
En el
lenguaje evangélico, la semilla es símbolo de la Palabra de Dios, cuya
fecundidad recuerda esta parábola. Como la humilde semilla se desarrolla en la
tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la
escucha. Dios ha encomendado su Palabra a nuestra tierra, es decir a cada uno
de nosotros, con nuestra concreta humanidad. Podemos ser confiados, porque la
Palabra de Dios es palabra creadora, destinada a convertirse en el “grano
abundante en la espiga” (v. 28).
Esta
Palabra, si se la escucha, ciertamente da sus frutos, porque Dios mismo la hace
germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de un
modo que no conocemos (Cfr. v. 27). Todo esto nos hace comprender que es
siempre Dios, es siempre Dios, quien hace crecer su Reino. Por esto rezamos
tanto , ‘¡venga a nosotros tu Reino!’. Es Él quien lo hace crecer. El hombre es
su humilde colaborador, que contempla y se regocija por la acción creadora
divina y espera sus frutos con paciencia.
La Palabra
de Dios hace crecer, da vida, y aquí quisiera recordarles, otra vez, la
importancia de tener el Evangelio, la Biblia, a mano. El Evangelio pequeño, en
la cartera, en el bolsillo, y de alimentarnos cada día con esta Palabra viva de
Dios. Leer cada día un pasaje del Evangelio, un pasaje de la Biblia. Jamás
olviden esto, por favor. Porque esta es la fuerza que hace germinar en
nosotros la vida del Reino de Dios.
La segunda
parábola utiliza la imagen del granito de mostaza. Aun siendo la más pequeña de
todas las semillas, está llena de vida y crece hasta llegar a ser “la más
grande de todas las plantas de la huerta” (Mc 4, 32). Y así es el Reino de
Dios: una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante.
Para entrar
a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón; no confiar en las
propias capacidades, sino en el poder del amor de Dios; no actuar para ser
importantes ante los ojos del mundo, sino preciosos ante los ojos de Dios, que
tiene predilección por los sencillos y humildes. Cuando vivimos así, a través
nuestro irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en
una realidad que hace fermentar la entera masa del mundo y de la historia.
De estas
dos parábolas surge una enseñanza importante: el Reino de Dios requiere nuestra
colaboración, pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil
obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo,
si se la coloca en la de Dios no tiene miedo de las dificultades. La victoria
del Señor es segura: su amor hará brotar y hará crecer cada semilla de bien
presente en la tierra. Esto nos abre a la confianza y a la esperanza, a pesar
de los dramas, las injusticias y los sufrimientos que encontramos. La semilla
del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque lo hace madurar el amor
misericordioso de Dios.
Que la
Santísima Virgen, que ha escuchado como “tierra fecunda” la semilla de la
divina Palabra, nos sostenga en esta esperanza que jamás nos decepciona.