El pasaje
del Evangelio que acabamos de escuchar es el primer signo portentoso que se
realiza en la narración del Evangelio de Juan. La preocupación de María,
convertida en súplica a Jesús: «No tienen vino» y la referencia a «la hora» se
comprenderá, en los relatos de la Pasión.
Está bien
que sea así, porque eso nos permite ver el afán de Jesús por enseñar,
acompañar, sanar y alegrar desde ese clamor de su madre: «No tienen vino».
Las bodas
de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de
nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en
amores duraderos, fecundos y alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como
lo dice el evangelista. Hagamos con ella ahora el itinerario de Caná.
María está
atenta en esas bodas ya comenzadas, es solícita a las necesidades de los
novios.
Continúa
No se
ensimisma, no se enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros.
Tampoco busca a las amigas para comentar lo que está pasando y criticar la mala
preparación de la boda. Y como está atenta con su discreción se da cuenta de la
falta de vino. El vino es signo de alegría, de amor, de abundancia. Cuántos de
nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en sus casas hace rato que ya no
lo hay. Cuánta mujer sola y entristecida se pregunta cuándo el amor se fue,
cuándo el amor se escurrió de su vida. Cuántos ancianos se sienten dejados
fuera de la fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del amor
cotidiano de sus hijos, de sus nietos, de sus bisnietos. También la
carencia de vino puede ser el efecto de la falta de trabajo, enfermedades,
situaciones problemáticas que nuestras familias en todo el mundo atraviesan.
María no es una madre «reclamadora», tampoco es una suegra que vigila para
solazarse de nuestras impericias, de nuestros errores o desatenciones. ¡María
simplemente es madre!: Ahí está, atenta y solícita. Es lindo escuchar esto,
María es madre. ¿Se animan a decirlo todos juntos conmigo? María es madre. Otra
vez. María es madre. Otra vez. María es madre.
Pero María
en ese momento que se percata que falta el vino acude con confianza a Jesús,
esto significa que María reza, va a Jesús, reza. No va al mayordomo;
directamente le presenta la dificultad de los esposos a su Hijo. La respuesta
que recibe parece desalentadora: «¿Qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha
llegado mi hora» (Jn 2,4). Pero, entre tanto, ya ha dejado el problema en las
manos de Dios. Su premura por las necesidades de los demás apresura la «hora»
de Jesús. María es parte de esa hora, desde el pesebre a la cruz. Ella que supo
«transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales
y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium, 286) y nos recibió como hijos
cuando una espada le atravesaba el corazón, nos enseña a dejar nuestras
familias en manos de Dios; rezar, encendiendo la esperanza que nos indica que
nuestras preocupaciones son también preocupaciones de Dios.
Rezar
siempre nos saca del perímetro de nuestros desvelos, nos hace trascender lo que
nos duele, nos agita o nos falta a nosotros mismos y ponernos en la piel de los
otros, en sus zapatos. La familia es una escuela donde la oración también nos
recuerda que hay un nosotros, que hay un prójimo cercano, patente: vive bajo el
mismo techo, comparte la vida y está necesitado.
Y
finalmente María actúa. Las palabras «Hagan lo que Él les diga» (v. 5),
dirigidas a los que servían, son una invitación también a nosotros, a ponernos
a disposición de Jesús, que vino a servir y no a ser servido. El servicio es el
criterio del verdadero amor. El que ama sirve, se pone al servicio de los
demás. Y esto se aprende especialmente en la familia, donde nos hacemos
servidores por amor los unos de los otros. En el seno de la familia, nadie es
descartado; todos valen lo mismo. Me acuerdo que una vez a mi mamá le
preguntaron a cuál de sus cinco hijos, nosotros somos cinco hermanos, a cual de
sus cinco hijos quería más. Ella dijo, como los dedos, si me pinchan este me duele
lo mismo que si me pinchan este. Una madre quiere a sus hijos como son. Y en
una familia los hermanos se quieren como son. Nadie es descartado. Allí en la
familia «se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir “gracias” como
expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la
agresividad o la voracidad, y a allí se aprende también a pedir perdón cuando
hacemos algún daño, cuando nos peleamos, porque en todas las familias hay
peleas. El problema es después pedir perdón. Estos pequeños gestos de sincera
cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a
lo que nos rodea» (Laudato si’, 213). La familia es el hospital más cercano,
cuando uno está enfermo lo cuidan ahí para que se cure. La primera escuela de
los niños, el grupo de referencia imprescindible para los jóvenes, el mejor
asilo para los ancianos. La familia constituye la gran «riqueza social», que
otras instituciones no pueden sustituir, que debe ser ayudada y potenciada,
para no perder nunca el justo sentido de los servicios que la sociedad presta a
los ciudadanos. En efecto, estos servicios que la sociedad presta a los
ciudadanos, no son una forma de limosna, sino una verdadera «deuda social»
respecto a la institución familiar, que es la base y que tanto aporta al bien
común de todos.
La familia
también forma una pequeña Iglesia, la llamamos «Iglesia doméstica» que, junto
con la vida, encauza la ternura y la misericordia divina. En la familia la fe
se mezcla con la leche materna: experimentando el amor de los padres se siente
más cercano el amor de Dios.
Y en la
familia, de esto somos todos testigos, los milagros se hacen con lo que
hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano... muchas veces no es el
ideal, no es lo que soñamos, ni lo que «debería ser». Hay un detalle que nos
tiene que hacer pensar, el vino nuevo, ese vino tan bueno que dice el mayordomo
en las bodas de Caná nace de las tinajas de purificación, es decir, del lugar
donde todos habían dejado su pecado, nace de los peorcito, «donde abundó
el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). En la familia de cada uno de
nosotros y en la familia común que formamos todos, nada se descarta, nada es
inútil. Poco antes de comenzar el Año Jubilar de la Misericordia, la Iglesia
celebrará el Sínodo Ordinario dedicado a las familias, para madurar un
verdadero discernimiento espiritual y encontrar soluciones y ayudas concretas a
las muchas dificultades e importantes desafíos que la familia hoy debe
afrontar. Les invito a intensificar su oración por esta intención, para que aun
aquello que nos parezca impuro, como el agua de las tinajas, nos escandalice o
espante, Dios –haciéndolo pasar por su «hora»– lo pueda transformar en milagro.
La familia hoy necesita de este milagro.
Y toda esta
historia comenzó porque «no tenían vino», y todo se pudo hacer porque una mujer
–la Virgen– estuvo atenta, supo poner en manos de Dios sus preocupaciones, y
actuó con sensatez y coraje. Pero hay un detalle, no es menor el dato final:
gustaron el mejor de los vinos. Y esa es la buena noticia: el mejor de los
vinos está por ser tomado, lo más lindo, profundo y bello para la familia está
por venir. Está por venir el tiempo donde gustamos el amor cotidiano, donde
nuestros hijos redescubren el espacio que compartimos, y los mayores están
presentes en el gozo de cada día. El mejor de los vinos está en esperanza, por
venir para cada persona que se arriesga al amor. Y en la familia hay que
arriesgarse al amor, hay que arriesgarse a amar. Y el mejor de los vinos está
por venir aunque todas las variables y estadísticas digan lo contrario; el
mejor vino está por venir en aquellos que hoy ven derrumbarse todo. Murmúrenlo
hasta creérselo: el mejor vino está por venir, murmúrenselo cada uno en su
corazón. Y susúrrenselo a los desesperados o desamorados. Tened paciencia,
tened esperanza. Haced como María, rezar, actuar, abrir el corazón porque el
mejor de los vinos va a venir. Dios siempre se acerca a las periferias de los
que se han quedado sin vino, los que sólo tienen para beber desalientos; Jesús
siente debilidad por derrochar el mejor de los vinos con aquellos a los que por
una u otra razón, ya sienten que se les han roto todas las tinajas.
Como María
nos invita, hagamos «lo que él nos diga» y agradezcamos que en este nuestro
tiempo y nuestra hora, el vino nuevo, el mejor, nos haga recuperar el gozo de
ser familia., el gozo de vivir en familia.