Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de
haber reflexionado sobre cómo la familia vive los tiempos de la fiesta y del
trabajo, consideramos ahora el tiempo de la oración. La queja más
frecuente de los cristianos consiste precisamente en el tiempo: “Debería rezar
más…: quisiera hacerlo, pero a menudo me falta el tiempo”. Lo escuchamos
continuamente.
La pena es
sincera, ciertamente, porque el corazón humano busca siempre la oración,
incluso sin saberlo; y si no la encuentra, no tiene paz. Pero para que se
encuentren, es necesario cultivar en el corazón un amor ‘cálido’ por Dios, un
amor afectivo.
Podemos
hacernos una pregunta muy sencilla. Está bien creer en Dios con todo el
corazón, está bien esperar que nos ayude en las dificultades, está bien sentir
el deber de agradecerle. Todo bien. Pero ¿Queremos también un poco al Señor?
¿El pensamiento de Dios nos conmueve, nos asombra, nos enternece?
Pensamos a
la formulación del gran mandamiento, que sostiene todos los otros: «Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu
espíritu» (Dt 6,5; cfr Mt 22, 37). La fórmula usa el lenguaje
intenso del amor, reversándolo en Dios. Aquí, el espíritu de oración vive
principalmente aquí. Y si vive aquí, vive todo el tiempo y no se va
nunca. ¿Conseguimos pensar en Dios como la caricia que nos tiene en vida, antes
de la cual no hay nada? ¿Una caricia de la cual nada, ni siguiera la muerte,
nos puede despegar? ¿O lo pensamos solamente como el gran Ser, el Todopoderoso
que ha hecho cada cosa, el Juez que controla cada acción? Todo es verdad,
naturalmente. Pero sólo cuando Dios es el afecto de todos nuestros afectos, el
significado de estas palabras se hace pleno. Entonces nos sentimos felices, y
también un poco confundidos, porque Él piensa en nosotros. Pero sobre todo ¡nos
ama! ¿No es impresionante esto? ¿No es impresionante que Dios nos acaricie
con amor de padre? Es muy bello, muy bello.
Podía
simplemente darse a conocer como el Ser supremo, dar sus mandamientos y esperar
los resultados. En cambio Dios ha hecho y hace infinitamente más que eso. Nos
acompaña en el camino de la vida, nos protege, nos ama.
Si el
afecto por Dios no enciende el fuego, el espíritu de la oración no calienta el
tiempo. Podemos también multiplicar nuestras palabras, “como hacen los paganos”
decía Jesús; o también mostrar nuestros ritos, “como hacen los fariseos” (cfr Mt 6,5.7).
Un corazón habitado por el afecto por Dios convierte en oración incluso un
pensamiento sin palabras, o una invocación delante de una imagen sagrada, o un
beso enviado hacia la iglesia. Es bello cuando las madres enseñan a los hijos
pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en eso!
En aquel
momento el corazón de los niños se transforma en lugar de oración. Y es un don
del Espíritu Santo. ¡No olvidemos nunca pedir este don para cada uno de
nosotros! Porque el Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en
nuestros corazones “Abbà”, es decir, “Padre”, nos enseña a decir padre, propio
como lo decía Jesús, un modo que no podremos nunca encontrar solos (cfr Gal4,
6). Este don del Espíritu es en familia donde se aprende a pedirlo y a
apreciarlo. Si lo aprendes con la misma espontaneidad con la cual aprendes a
decir “papá” y “mamá”, lo has aprendido para siempre. Cuando esto sucede, el
tiempo de la entera vida familiar viene envuelto en el vientre del amor de
Dios, y busca espontáneamente el tiempo de la oración.
El tiempo
de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo complicado y lleno de gente,
ocupado o preocupado. Siempre es poco, nunca basta, hay tantas cosas por hacer.
Quien tiene una familia aprende pronto a resolver una ecuación que ni siquiera
los grandes matemáticos saben resolver: ¡dentro de las veinticuatro horas hace
entrar el doble! Es así eh. ¡Existen mamás y papás que podrían vencer el Nobel
por esto! ¿eh? ¡En 24 horas hacen 48! No sé cómo hacen pero se mueven y hacen,
hay tanto trabajo en familia.
El espíritu
de la oración restituye el tiempo a Dios, sale de la obsesión de una vida a la
cual le falta siempre el tiempo, reencuentra la paz de las cosas necesarias y
descubre la alegría de los dones inesperados. Buenas guías para esto son las
dos hermanas Marta y María, de quienes habla el Evangelio que hemos escuchado;
ellas aprendieron de Dios la armonía de los ritmos familiares: la belleza de la
fiesta, la serenidad del trabajo, el espíritu de oración (cfr Lc 10,
38-42). La visita de Jesús, a quien querían bien, era su fiesta. Un día, pero,
Marta aprendió que el trabajo de la hospitalidad, si bien es importante, no es
todo, pero que escuchar al Señor, como hacía María, era la cosa verdaderamente
esencial, la “parte mejor” del tiempo. Que la oración brote de la escucha de
Jesús, de la lectura del Evangelio, no olviden, cada día leer un pasaje del
Evangelio. La oración brote de la confianza con la Palabra de Dios. ¿Hay esta
confianza en nuestra familia? ¿Tenemos en casa el Evangelio? ¿Lo abrimos alguna
vez para leerlo juntos? ¿Lo meditamos rezando el Rosario? El Evangelio leído y
meditado en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Y en la
mañana y en la noche, y cuando nos sentamos en la mesa, aprendemos a decir
juntos una oración, con mucha sencillez: es Jesús que viene entre nosotros,
como iba en la familia de Marta, María y Lázaro. Una cosa que tengo en el
corazón, que he visto en las ciudades: ¡hay niños que no han aprendido a hacer
la señal de la Cruz! Tú mamá, papá, enseña al niño a rezar, a hacer la señal de
la Cruz, esta es una tarea bella de las mamás y de los papás.
En la
oración de la familia, en sus momentos fuertes y en sus pasajes difíciles,
somos confiados los unos a los otros, para que cada uno de nosotros en familia
sea cuidado por el amor de Dios. Gracias.