"La muerte es algo inevitable. Cuando un hombre ha hecho lo que él considera como su deber para con su pueblo y su país, puede descansar en paz. Creo que he hecho ese esfuerzo y que, por lo tanto, dormiré por toda la eternidad". (Nelson Mandela)
Hoy ha muerto Nelson Mandela. Tenía 95 años y el cariño de un pueblo que por años estuvo dividido por una de esas cosas que no debería dividir a nadie: el color de la piel.
No pienso ni pretendo endiosar a Mandela, ni beatificarlo ni nada por el estilo, pero quiero reconocerle el intenso y arduo trabajo por unir a un pueblo, por hacerlo entender sus raíces comunes, en resumen, por la reconciliación.
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Madiba, como le decían a Mandela, estuvo encarcelado durante 27 años cumpliendo una condena que era de por vida. Fue liberado en 1990 y luego fue elegido Presidente de Sudáfrica. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1993 junto a Frederik Willem de Klerk, con quien trabajó por la reconciliación nacional.
Han sido varios meses en los que estuvo en estado crítico. Cinco meses que espero lo hayan ayudado a morir bien. El sufrimiento es misterioso, duele ver a alguien que sufre, pero indudablemente es un crisol, un camino hacia la virtud, hacia la purificación que nos acerca a la vida eterna, esa que Dios promete para todos.
Es interesante cómo la muerte nos hace reflexionar sobre la vida que llevamos. ¿Qué estamos haciendo? ¿Dónde está nuestro corazón? ¿Estamos preparados para morir? ¿Nuestra vida merece el premio de la vida eterna? ¿Nuestra vida ha sido testimonio de aquello que decimos creer? ¿Hemos sido coherentes?
No sé a ciencia cierta en qué creía y qué no creía Mandela, pero como toda persona fallecida, merece nuestra cercanía a través de la oración.
Sin duda, Mandela inspiró a muchos y esa inspiración también puede usarse para anhelar la vida para siempre, esa vida en la que reflexionamos en este tiempo de Adviento, que no solo nos prepara para la Navidad, sino para la venida definitiva del Señor.
Nadie sabe el día ni la hora; pero todos podemos prepararnos, buscar los medios, vivir la alegría, la oración y la caridad, como pide nuestro entrañable Papa Francisco.
Porque la Iglesia tiene que ser alegre como Cristo, tiene que llevar a todos el Evangelio, vivir la misericordia (esa dulce “misericordina”…) y la reconciliación que tanta falta hacen entre las personas y entre los pueblos.