La tradición mariana
impregna la cultura de incontables rincones del mundo. Sin disimular su
orgullo, las gentes relatan la ancestral devoción heredada y transmitida a las
sucesivas generaciones por la patrona que les aglutina. Cada una de las
imágenes veneradas, que fue descubierta por alguien en lugares y circunstancias
diversas, así como la aparición milagrosa directa de Ella misma, tiene tras de
sí la grandeza de la fe florecida en el noble corazón de personas sencillas que
nunca osaron dudar de la presencia de la Reina del cielo. Todas han tenido un porqué.
Con ellas María insta a la penitencia, advierte de los peligros de no vivir la
conversión, media para que se restablezca la paz cuando ha sido el caso,
auxilia a los que están en peligro, responde a todos los que la invocan y se
encomiendan a su mediación, sea cual sea la situación en la que se hallen.
Siempre es portadora de consuelo y esperanza para sus hijos; lleva consigo
multitud de bendiciones.
Hay advocaciones de
carácter local, de modo que la noticia de su existencia es restringida. Otras
son universalmente conocidas, como sucede con la que hoy se celebra: la de
Nuestra Señora del Rosario. Tras cada una de ellas se esconde una hermosísima
tradición. Por lo general, radica en apariciones que han tenido como acreedores
de esta gracia a personas de distinta edad y condición. Han sido escenarios de
su presencia árboles, oquedades, montañas, grutas, colinas, rocas, lugares
desérticos que han florecido milagrosamente bajo sus pies, riveras marinas o el
océano mismo, en campo abierto o en un templo, bien en la intimidad de un
convento o en una humilde celda… Todos ellos, y muchos más, han servido para
enmarcar una historia de amor sellada por la Virgen en una localidad
determinada, en una nación, o en una persona concreta; son «acueductos» a
través de los cuales proyecta sus gracias a la Humanidad entera.
El origen del rosario,
aunque no como es conocido, se remonta al s. IX. Era usual en la observancia monástica
con la lectura de los 150 salmos en la Liturgia de las Horas. El vulgo se
limitaba a rezar 150 avemarías (el conocido «salterio de la Virgen»). En 1208
María se apareció a santo Domingo de Guzmán en la capilla del monasterio de
Prouille, Francia. Era un momento difícil para él marcado por su lucha contra
los albigenses, y rogaba a la Madre de Dios que le sostuviera en esa batalla.
Portaba un rosario en sus manos que le enseñó a rezar, rogándole que difundiera
por doquier esta devoción, a la par que vaticinaba incontables bendiciones
especialmente en la conversión de los pecadores. El santo hizo depositario de
esta gracia, entre otros, a Simón de Monfort, que tenía vía libre para
dirigirse a los soldados que se hallaban bajo su mando e iban a combatir en
Muret. Toda la tropa rezó esta oración y obtuvo la bendición de María con el
resultado de una espectacular victoria. En conmemoración de este hecho, que
Simón consideró obra de Ella, erigió una capilla dedicada a Nuestra Señora del
Rosario.
Domingo propagó esta
devoción y fue testigo de numerosas conversiones. Después de su muerte, los
dominicos tomaron el testigo continuando esta misión. Pero el ser humano muchas
veces peca de inconstancia, y aunque la oración fue acogida y rezada con piedad
durante un siglo, después decayó. Entonces María volvió a hacerse presente para
pulsar el corazón de sus hijos. Así, en el siglo XV se apareció al beato
dominico bretón Alain de la Roche reiterando las promesas –quince en total– que
había hecho a Domingo. Le rogó que recuperase esta tradición que se había
perdido diciendo que, si además de saludarla, añadían la meditación sobre la
vida, muerte y Pasión de su Hijo, se sentiría totalmente complacida. Le aseguró
que serían tantos los milagros que se producirían con su rezo, que no habría
prácticamente volúmenes para recogerlos. El beato volvió a restablecer esta
devoción que fue calando en las gentes sencillas y en otros estratos sociales
del pueblo cristiano.
Cuando el 7 de octubre de
1571 se obtuvo la victoria de los cristianos en la batalla naval de Lepanto, el
papa san Pío V, que vio en ella la intercesión de María, solicitada rezando el
rosario, extendió su práctica. Instituyó la celebración de Nuestra Señora de
las Victorias, y mandó incluir en las letanías el título de «Auxilio de los
cristianos». A Gregorio III se debe haber reemplazado el nombre de Nuestra
Señora de las Victorias por el de Nuestra Señora del Rosario, como se viene
celebrando desde entonces. La historia recoge memorables batallas en las que el
adalid del triunfo obtenido ha sido siempre la advocación a la Virgen del
Rosario. Distintos pontífices han ido acogiendo fervorosamente su rezo,
otorgándole diversas indulgencias. Entre las encíclicas de León XIII se hallan
doce dedicadas a él. A este papa se debe que la Iglesia confiera al mes de
octubre la dedicación al santo rosario y a la presencia en las letanías del
título «Reina del Santísimo Rosario». El beato Juan Pablo II, al igual que
hicieron sus predecesores así como sus sucesores Benedicto XVI y Francisco,
insistió en la conveniencia de rezarlo, y en 2002 añadió los misterios
luminosos. En total se recorren veinte misterios de la vida de Jesucristo y de
María. Tanto en Fátima como en Lourdes, María se apareció llevando un rosario
en sus manos, pidiendo a los videntes: «Rezad el rosario».
En las primeras décadas
del siglo XX esta oración se hizo popular en el mundo gracias al P. Patrick
Peyton, quien hallándose plenamente convencido de haber sanado de su enfermedad
gracias a María, no dudó en llevar a cabo su bellísima cruzada en pro del
rosario haciendo de este lema «la familia que reza unida, permanece unida» un
heraldo de reconciliación, bendecido por la Virgen.
(07 de octubre de 2014) ©
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