Queridas
Beatitudes, eminencias, excelencias, Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera
ante todo agradecer al Señor que ha guiado nuestro camino sinodal en estos
años con el Espíritu Santo, que nunca deja a la Iglesia sin su apoyo.
Agradezco
de corazón al Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo, a
Monseñor Fabio Fabene, Subsecretario, y también al Relator, el Cardenal Peter
Erdő, y al Secretario
especial, Monseñor Bruno Forte, a los Presidentes delegados, a los escritores,
consultores, traductores y a todos los que han trabajado incansablemente y con
total dedicación a la Iglesia: gracias de corazón.
Agradezco a
todos ustedes, queridos Padres Sinodales, delegados fraternos, auditores y
auditoras, asesores, párrocos y familias por su participación activa y
fructuosa.
Doy las
gracias igualmente a los que han trabajado de manera anónima y en silencio,
contribuyendo generosamente a los trabajos de este Sínodo.
Les aseguro
mi plegaria para que el Señor los recompense con la abundancia de sus dones de
gracia.
Mientras
seguía los trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué significará para la
Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la familia?
Ciertamente
no significa haber concluido con todos los temas inherentes a la familia, sino
que ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio, de la Tradición y de
la historia milenaria de la Iglesia, infundiendo en ellos el gozo de la
esperanza sin caer en la cómoda repetición de lo que es indiscutible o ya se
ha dicho.
Seguramente
no significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas las
dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino que se han
puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la fe, se han examinado
atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la cabeza bajo tierra.
Significa
haber instado a todos a comprender la importancia de la institución de la
familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre la unidad y
la indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de la sociedad y de
la vida humana.
Significa haber
escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los pastores de la
Iglesia que han venido a Roma de todas partes del mundo trayendo sobre sus
hombros las cargas y las esperanzas, la riqueza y los desafíos de las
familias.
Continúa
Significa
haber dado prueba de la vivacidad de la Iglesia católica, que no tiene miedo
de sacudir las conciencias anestesiadas o de ensuciarse las manos discutiendo
animadamente y con franqueza sobre la familia.
Significa
haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy
con los ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la fe los
corazones de los hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis
social, económica, moral y de predominio de la negatividad.
Significa
haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia
una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere «adoctrinarlo» en
piedras muertas para lanzarlas contra los demás.
Significa
haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden
incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas
intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con
superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas.
Significa
haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de los
pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los santos, o
mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se sienten pobres y
pecadores.
Significa
haber intentado abrir los horizontes para superar toda hermenéutica
conspiradora o un cierre de perspectivas para defender y difundir la libertad
de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la novedad cristiana, a
veces cubierta por la herrumbre de un lenguaje arcaico o simplemente
incomprensible.
En el curso
de este Sínodo, las distintas opiniones que se han expresado libremente –y por
desgracia a veces con métodos no del todo benévolos– han enriquecido y
animado sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no
utiliza «módulos impresos», sino que toma de la fuente inagotable de su fe
agua viva para refrescar los corazones resecos.
Y –más
allá de las cuestiones dogmáticas claramente definidas por el Magisterio de
la Iglesia– hemos visto también que lo que parece normal para un obispo de un
continente, puede resultar extraño, casi como un escándalo, para el obispo de
otro continente; lo que se considera violación de un derecho en una sociedad,
puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es
libertad de conciencia, para otros puede parecer simplemente confusión. En
realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general
necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado. El Sínodo de
1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio
Vaticano II, habló de la inculturación como «una íntima transformación de
los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y la
radicación del cristianismo en todas las culturas humanas».
La
inculturación no debilita los valores verdaderos, sino que muestra su
verdadera fuerza y su autenticidad, porque se adaptan sin mutarse, es más,
trasforman pacíficamente y gradualmente las diversas culturas.
Hemos
visto, también a través de la riqueza de nuestra diversidad, que el desafío
que tenemos ante nosotros es siempre el mismo: anunciar el Evangelio al hombre
de hoy, defendiendo a la familia de todos los ataques ideológicos e
individualistas.
Y, sin caer
nunca en el peligro del relativismo o de demonizar a los otros, hemos tratado
de abrazar plena y valientemente la bondad y la misericordia de Dios, que
sobrepasa nuestros cálculos humanos y que no quiere más que «todos los
hombres se salven» (1 Tm 2,4), para introducir y vivir este Sínodo en el
contexto del Año Extraordinario de la Misericordia que la Iglesia está
llamada a vivir.
También
san Juan Pablo II dijo que «la Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa
y proclama la misericordia [...] y cuando acerca a los hombres a las fuentes de
la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora».
Y el Papa
Benedicto XVI decía: «La misericordia es el núcleo central del mensaje
evangélico, es el nombre mismo de Dios [...] Todo lo que la Iglesia dice y
realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre. Cuando
la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace
siempre impulsada por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida
y la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10)».
En este
sentido, y mediante este tiempo de gracia que la Iglesia ha vivido, hablado y
discutido sobre la familia, nos sentimos enriquecidos mutuamente; y muchos de
nosotros hemos experimentado la acción del Espíritu Santo, que es el
verdadero protagonista y artífice del Sínodo. Para todos nosotros, la palabra
«familia» no suena lo mismo que antes, hasta el punto que en ella encontramos
la síntesis de su vocación y el significado de todo el camino sinodal.
Para la
Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo significa volver verdaderamente a
«caminar juntos» para llevar a todas las partes del mundo, a cada Diócesis, a
cada comunidad y a cada situación la luz del Evangelio, el abrazo de la
Iglesia y el amparo de la misericordia de Dios.
Queridos
Hermanos:
La experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas, de las leyes y de los mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia (cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor (cf. Lc 15,25-32) y de los obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf. Mc 2,27).
En este
sentido, el arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos humanos adquieren
un sentido más profundo, no como precio de la invendible salvación, realizada
por Cristo en la cruz gratuitamente, sino como respuesta a Aquel que nos amó
primero y nos salvó con el precio de su sangre inocente, cuando aún
estábamos sin fuerzas (cf. Rm 5,6).
El primer
deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la
misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de conducir a todos los
hombres a la salvación del Señor (cf. Jn 12,44-50).
El beato
Pablo VI decía con espléndidas palabras: «Podemos pensar que nuestro pecado o
alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de
devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación [...]. En Cristo, Dios se
revela infinitamente bueno [...]. Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios
es –digámoslo llorando- bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa,
conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así–el día en que
nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname. He
aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios».
Iluminar
las conciencias, a menudo asediadas por dinámicas nocivas y sutiles, que
pretenden incluso ocupar el lugar de Dios creador. Estas dinámicas deben de
ser desenmascaradas y combatidas en el pleno respeto de la dignidad de toda persona
humana.
Ganar y reconstruir con humildad la confianza en la Iglesia, seriamente disminuida a causa de las conductas y los pecados de sus propios hijos. Por desgracia, el antitestimonio y los escándalos en la Iglesia cometidos por algunos clérigos han afectado a su credibilidad y han oscurecido el fulgor de su mensaje de salvación.
Laborar
para apoyar y animar a las familias sanas, las familias fieles, las familias
numerosas que, no obstante las dificultades de cada día, dan cotidianamente un
gran testimonio de fidelidad a los mandamientos del Señor y a las enseñanzas
de la Iglesia.
Idear una pastoral familiar renovada que se base en el Evangelio y respete las diferencias culturales. Una pastoral capaz de transmitir la Buena Noticia con un lenguaje atractivo y alegre, y que quite el miedo del corazón de los jóvenes para que asuman compromisos definitivos. Una pastoral que preste particular atención a los hijos, que son las verdaderas víctimas de las laceraciones familiares. Una pastoral innovadora que consiga una preparación adecuada para el sacramento del matrimonio y abandone la práctica actual que a menudo se preocupa más por las apariencias y las formalidades que por educar a un compromiso que dure toda la vida.
Amar
incondicionalmente a todas las familias y, en particular, a las pasan
dificultades. Ninguna familia debe sentirse sola o excluida del amor o del
amparo de la Iglesia. El verdadero escándalo es el miedo a amar y manifestar
concretamente este amor.