Homilía del
Santo Padre en la celebración eucarística, dedicada al tema de la
evangelización de los pueblos, en el Parque del Bicentenario de Quito.
La palabra
de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea.
Me imagino
ese susurro de Jesús en la última Cena como un grito en esta misa que
celebramos en «El Parque del Bicentenario». Imaginémoslo juntos. El Bicentenario
de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica. Ése fue un grito, nacido
de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos y
saqueados, «sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de
turno» (Evangelii gaudium, 213).
Quisiera
que hoy los dos gritos concorden bajo el hermoso desafío de la
evangelización. No desde palabras altisonantes, ni con términos complicados,
sino que nazca de «la alegría del Evangelio», que «llena el corazón y la vida
entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son
liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento» (Evangelii
gaudium 1), de la conciencia aislada. Nosotros, aquí reunidos, todos
juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la
convicción que su presencia nos impulsa a la unidad, «señala un horizonte
bello, ofrece un banquete deseable» (Evangelii gaudium 14).
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«Padre, que
sean uno para que el mundo crea», así lo deseó mirando al cielo. A Jesús le
brota este pedido en un contexto de envío: Como tú me has enviado al
mundo, yo también los he enviado al mundo. En ese momento, el Señor está
experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aun así,
con locura: intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la cabeza, no
se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo
lacerado por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la
división y el odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los
grupos sociales. En realidad, son manifestación de ese «difuso individualismo»
que nos separa y nos enfrenta (cf.Evangelii gaudium, 99), de la herida del
pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias sufre también la
sociedad y la creación entera. Precisamente, a este mundo desafiante, con sus
egoísmos, Jesús nos envía, y nuestra respuesta no es hacernos los
distraídos, argüir
que no tenemos medios o que la realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite
el clamor de Jesús y acepta la gracia y la tarea de la unidad.
A aquel
grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le faltó ni
convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que sólo fue contundente
cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la
falta de comprensión de otros procesos libertarios con características
distintas pero no por eso antagónicas.
Y la
evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades,
ilusiones y hasta de ciertas utopías. Claro que sí; eso creemos y gritamos.
«Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas
formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos queremos insistir en
nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir
puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos “mutuamente a llevar las cargas”» (Evangelii
gaudium 67). El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría
de evangelizar, la convicción de tener un inmenso bien que comunicar, y que
comunicándolo, se arraiga; y cualquier persona que haya vivido esta
experiencia adquiere más sensibilidad para las necesidades de los demás (cf. Evangelii
gaudium 9). De ahí, la necesidad de luchar por la inclusión a todos
los niveles, evitando egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo,
incentivando la colaboración. Hay que confiar el corazón al compañero de
camino sin recelos, sin desconfianzas. «Confiarse al otro es algo artesanal, la
paz es algo artesanal» (Evangelii gaudium 244), es impensable que brille
la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros,
en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Y
esto a costa de los más pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de
los que no pierdan su dignidad pese a que se la golpean todos los días.
Esta unidad es ya una acción misionera
«para que el mundo crea». La evangelización no consiste en hacer proselitismo,
el proselitismo es una caricatura de la evangelización, sino en atraer con
nuestro testimonio a los alejados, en acercarse humildemente a aquellos que se
sienten lejos de Dios y de la Iglesia, acercarse a los que se sienten juzgados
y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros, acercarnos a
los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: «El Señor también
te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor» (Evangelii
gaudium 113). Porque nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras bajezas y
en nuestro pecado.
Este
llamamiento del Señor, con qué humildad y con qué respeto lo describe en el
texto de la apocalipsis. Estoy a la puerta y llamo, si quieres abrir, no
fuerza, no hacer saltar la cerradura, simplemente toca el timbre, golpea
suavemente y espera. Ese es nuestro Dios.
La
misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su
identidad como Pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a
todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros,
tanto más se ve favorecida la misión (cf. Juan Pablo II, Pastores
gregis, 22). Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la
comunión pues no se trata ya de una acción sólo hacia afuera... nos
misionamos también hacia adentro y misionamos hacia afuera manifestándonos
como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela
permanente de comunión misionera» (Aparecida 370).
Este sueño
de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por «ellos me consagro a mí
mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad» (Jn 17,19). La
vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se
confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio; Jesús nos
consagra para suscitar un encuentro personal con Él, que alimenta el encuentro
con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora (Cf.
Evangelii gaudium 78).
La
intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes
que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión
que pide Jesús no es uniformidad sino la «multiforme armonía que
atrae» (Evangelii gaudium 117). La inmensa riqueza de lo variado, de lo
múltiple que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel Jueves
Santo, nos aleja de la tentación de propuestas unicistas, más cercanas a
dictaduras, ideologías o sectarismos. La propuesta de Jesús es concreta, es
concreta, no es una idea. Andad y haced lo mismo, le dice aquel que le preguntó
quién es el prójimo, después de haber contado la parábola del buen samaritano.
Andad y haced lo mismo. Tampoco la propuesta de Jesús es un arreglo hecho a
nuestra medida, en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los
integrantes y excluimos a los demás. Esta religiosidad de élite. Jesús reza
para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre y
todos nosotros somos hermanos. Nadie es excluido. Y esto no se fundamenta en
tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos
hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado, por pura
iniciativa suya, a ser sus hijos (cf. Ef 1,5). Somos hermanos porque
«Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama
¡Abba!, ¡Padre!» (Ga 4,6). Somos hermanos porque, justificados por la
sangre de Cristo Jesús (cf. Rm 5,9), hemos pasado de la muerte a la
vida haciéndonos «coherederos» de la promesa (cf. Ga 3,26-29; Rm 8,
17). Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia:
formar parte del «nosotros» divino.
Nuestro
grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de
San Pablo: «¡Ay de mí si no evangelizo!» (1 Co 9,16). Es tan urgente y
apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar
fascinación, el mismo fuego que atrae. Hermanos tengan los sentimientos de
Jesús ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente!
Que lindo
sería que todos puedan admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mútuamente
nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece
la relación interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose uno
mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona. «Darse» significa
dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es el Espíritu de Dios
y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más
difícil, como aquel Jueves Santo de Jesús, donde él sabía cómo se tejían las
traiciones y las intrigas pero siguió y se dio, se dio a nosotros mismos con su
proyecto de salvación. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo
con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él,
dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar,
ésa es nuestra revolución –porque nuestra fe siempre es revolucionaria–, ése
es nuestro más profundo y constante grito.
Texto
distribuido por la Sala de Prensa del Vaticano
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