La devoción a la Sangre de Cristo es una de las más antiguas en la tradición de la Iglesia, pues en ella se recuerda el precio de nuestra salvación: el derramamiento de Sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios.
El apóstol Pablo afirma en la Carta a los Gálatas que «Cristo nos ha liberado para que viviéramos en libertad» (Gálatas 5, 1). Esta libertad tiene un precio muy caro: la vida, la sangre del Redentor. ¡Sí! La sangre de Cristo es el precio que Dios ha pagado para liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. La sangre de Cristo es la prueba inconfundible del amor del Padre celeste por todo hombre, sin excluir a nadie.
El Beato Juan XXIII (devoto de la sangre del Señor desde su infancia) una vez elegido Papa, escribió una carta apostólica para promover su culto («Inde a primis», 30 de junio de 1959), en la que invitaba a los fieles a meditar sobre el valor infinito de esa Sangre, pues «una sola gota puede salvar a todo el mundo de toda culpa» (Himno «Adoro Te devote»). En el año 1960 dispuso introducir en las letanías de la Bendición eucarística la alabanza: Bendita sea su Preciosísima Sangre. La extraordinaria importancia de la Sangre salvadora ha hecho que su memoria tenga un lugar central y esencial en la celebración del misterio del culto: ante todo en el centro mismo de la asamblea eucarística, en la que la Iglesia eleva a Dios Padre, en acción de gracias, el "cáliz de la bendición" (1 Cor 10,16) y lo ofrece a los fieles como sacramento de verdadera y real "comunión con la sangre de Cristo" (1 Cor 10,16), y también en el curso del Año Litúrgico.
El Papa Juan Pablo II, en su intervención en la audiencia general dedicada a comentar el cantico del primer capitulo de la Carta a los Efesios, afirma: «No hay nada más grande que esto: la sangre de Dios ha sido derramada por nosotros. El que ni siquiera haya perdonado la vida de su Hijo (Cf. Romanos 8, 32) es algo más grande que la adopción divina como hijos y que los demás dones; el perdón de los pecados es algo grande, pero más grande es todavía el que esto haya tenido lugar mediante la sangre del Señor».
Su santidad Benedicto XVI, declara: "También he visto con ojos nuevos las vestiduras rojas de Jesús, que nos hablan de su sangre. Usted -continuó refiriéndose al predicador- nos ha enseñado cómo la sangre de Jesús era, a causa de su oración, "oxigenada" por el Espíritu Santo. Y de este modo, se ha convertido en fuerza de resurrección y fuente de vida para nosotros".
La Sangre de Cristo, es pues, garantía de nuestra salvación, del amor de Dios y de la nueva vida del hombre.
¡Gloria a la Sangre de Jesús!
¡Ahora y por siempre!
¡Alabada sea la Sangre de Cristo!
¡Por siempre sea alabada!