Tema: Vocaciones, testimonio de la verdad
Queridos hermanos y hermanas:
1. El Evangelio relata que «Jesús recorría todas las
ciudades y aldeas… Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque
estaban extenuadas y abandonadas “como ovejas que no tienen pastor”. Entonces
dice a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos;
rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”»
(Mt 9,35-38). Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que
primero es necesario arar, sembrar y cultivar para poder luego, a su debido
tiempo, cosechar una mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es
abundante». ¿Pero quién ha trabajado para que el resultado fuese así? La
respuesta es una sola: Dios. Evidentemente el campo del cual habla Jesús es la
humanidad, somos nosotros. Y la acción eficaz que es causa del «mucho fruto» es
la gracia de Dios, la comunión con él (cf. Jn 15,5). Por tanto, la
oración que Jesús pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el
número de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de
estos «colaboradores de Dios», se prodigó incansablemente por la causa del
Evangelio y de la Iglesia. Con la conciencia de quien ha experimentado
personalmente hasta qué punto es inescrutable la voluntad salvífica de Dios, y
que la iniciativa de la gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol
recuerda a los cristianos de Corinto: «Vosotros sois campo de Dios» (1
Co 3,9). Así, primero nace dentro de nuestro corazón el asombro por una
mies abundante que sólo Dios puede dar; luego, la gratitud por un amor que
siempre nos precede; por último, la adoración por la obra que él ha hecho y que
requiere nuestro libre compromiso de actuar con él y por él.
2. Muchas veces hemos rezado con las palabras del salmista:
«Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal100,3); o
también: «El Señor se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya»
(Sal 135,4). Pues bien, nosotros somos «propiedad» de Dios no en el
sentido de la posesión que hace esclavos, sino de un vínculo fuerte que nos une
a Dios y entre nosotros, según un pacto de alianza que permanece eternamente
«porque su amor es para siempre» (cf. Sal 136). En el relato de la
vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela
continuamente sobre cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros. La
imagen elegida es la rama de almendro, el primero en florecer, anunciando el
renacer de la vida en primavera (cf. Jr1,11-12). Todo procede de él y es
don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, pero —asegura
el Apóstol— «vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios» (1 Co 3,23). He
aquí explicado el modo de pertenecer a Dios: a través de la relación única y
personal con Jesús, que nos confirió el Bautismo desde el inicio de nuestro
nacimiento a la vida nueva. Es Cristo, por lo tanto, quien continuamente nos
interpela con su Palabra para que confiemos en él, amándole «con todo el
corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser» (Mc 12,33). Por eso,
toda vocación, no obstante la pluralidad de los caminos, requiere siempre un
éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su
Evangelio. Tanto en la vida conyugal, como en las formas de consagración
religiosa y en la vida sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y
de actuar no concordes con la voluntad de Dios. Es un «éxodo que nos conduce a
un camino de adoración al Señor y de servicio a él en los hermanos y hermanas»
(Discurso a la Unión internacional de superioras generales, 8
de mayo de 2013). Por eso, todos estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro
corazón (cf. 1 P 3,15) para dejarnos alcanzar por el impulso de la
gracia que anida en la semilla de la Palabra, que debe crecer en nosotros y
transformarse en servicio concreto al prójimo. No debemos tener miedo: Dios
sigue con pasión y maestría la obra fruto de sus manos en cada etapa de la
vida. Jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto en nosotros,
pero quiere conseguirlo con nuestro asentimiento y nuestra colaboración.
3. También hoy Jesús vive y camina en nuestras realidades de
la vida ordinaria para acercarse a todos, comenzando por los últimos, y
curarnos de nuestros males y enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están
bien dispuestos a ponerse a la escucha de la voz de Cristo que resuena en la
Iglesia, para comprender cuál es la propia vocación. Os invito a escuchar y
seguir a Jesús, a dejaros transformar interiormente por sus palabras que «son
espíritu y vida» (Jn 6,63). María, Madre de Jesús y nuestra, nos repite
también a nosotros: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Os hará bien
participar con confianza en un camino comunitario que sepa despertar en
vosotros y en torno a vosotros las mejores energías. La vocación es un fruto
que madura en el campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio
mutuo, en el contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por
sí misma o vive por sí misma. La vocación surge del corazón de Dios y brota en
la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no
dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos
a otros» (Jn 13,35)?
4. Queridos hermanos y hermanas, vivir este «“alto grado” de
la vida cristiana ordinaria» (cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31), significa algunas veces ir a
contracorriente, y comporta también encontrarse con obstáculos, fuera y dentro
de nosotros. Jesús mismo nos advierte: La buena semilla de la Palabra de Dios a
menudo es robada por el Maligno, bloqueada por las tribulaciones, ahogada por
preocupaciones y seducciones mundanas (cf. Mt 13,19-22). Todas estas
dificultades podrían desalentarnos, replegándonos por sendas aparentemente más
cómodas. Pero la verdadera alegría de los llamados consiste en creer y
experimentar que él, el Señor, es fiel, y con él podemos caminar, ser
discípulos y testigos del amor de Dios, abrir el corazón a grandes ideales, a
cosas grandes. «Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para
pequeñeces. Id siempre más allá, hacia las cosas grandes. Poned en juego
vuestra vida por los grandes ideales» (Homilía en la misa para los confirmandos, 28 de abril
de 2013). A vosotros obispos, sacerdotes, religiosos, comunidades y familias
cristianas os pido que orientéis la pastoral vocacional en esta dirección,
acompañando a los jóvenes por itinerarios de santidad que, al ser personales,
«exigen una auténtica pedagogía de la santidad, capaz de adaptarse a los ritmos
de cada persona. Esta pedagogía debe integrar las riquezas de la propuesta
dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y
con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos
reconocidos por la Iglesia» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31).
Dispongamos por tanto nuestro corazón a ser «terreno bueno»
para escuchar, acoger y vivir la Palabra y dar así fruto. Cuanto más nos unamos
a Jesús con la oración, la Sagrada Escritura, la Eucaristía, los Sacramentos
celebrados y vividos en la Iglesia, con la fraternidad vivida, tanto más
crecerá en nosotros la alegría de colaborar con Dios al servicio del Reino de
misericordia y de verdad, de justicia y de paz. Y la cosecha será abundante y
en la medida de la gracia que sabremos acoger con docilidad en nosotros. Con
este deseo, y pidiéndoos que recéis por mí, imparto de corazón a todos la
Bendición Apostólica.
Vaticano, 15 de Enero de 2014
FRANCISCO