“Aquel tesoro que hemos dado a los demás, ese tesoro lo llevamos. Y ese será nuestro mérito – entre comillas, ¡pero es nuestro ‘merito’ de Jesucristo en nosotros! y aquello tenemos que llevarlo. Es aquello que el Señor nos deja portar. El amor, la caridad, el servicio, la paciencia, la bondad, la ternura, esos son tesoros bellísimos: aquellos que llevamos. No los otros ”.
Por lo tanto, como dice el Evangelio, el tesoro que vale a los ojos de Dios es aquel que ya desde la tierra se ha acumulado en el cielo. Pero Jesús, precisó el Santo Padre, da un paso más: ata el tesoro al “corazón”, crea una “relación” entre ambos términos. Esto, agregó, porque el nuestro “es un corazón inquieto”, que el Señor “ha hecho así para buscarlo”.
“El Señor nos ha hecho inquietos para buscarlo, para encontrarlo, para crecer. Porque si nuestro tesoro es un tesoro que no está cerca del Señor, que no es del Señor, nuestro corazón se vuelve inquieto por cosas que no valen, por estos tesoros… Tanta gente, también nosotros somos inquietos… Por tener esto, por conseguir aquello al final nuestros corazón se cansa, no se conforma jamás : se cansa, se vuelve flojo, se vuelve un corazón sin amor. El cansancio del corazón. Pensemos en esto. ¿Qué cosa tengo: un corazón cansado, que sólo quiere acomodarse, con tres-cuatro cosas, una abundante cuenta bancaria, esto, o esto otro? ¿O un corazón inquieto, que cada vez más busca las cosas que no puede tener, las cosas del Señor? Siempre es necesaria esta inquietud del corazón”.
A este punto, continuó el Obispo de Roma, Cristo llama en causa también al “ojo”, que es símbolo “de la intención del corazón” y que se refleja sobre el cuerpo: un “corazón que ama” convierte al cuerpo en “luminoso”, un “corazón malo” lo hace oscuro. Del contraste luz-tiniebla, notó el Papa, depende “nuestro juicio sobre las cosas”, como por lo demás demuestra el hecho que de un “corazón de piedra”, “apegado a un tesoro de la tierra” – a “un tesoro egoísta” que puede también convertirse un tesoro “del odio” – “se originan las guerras…”. La oración final de Francisco fue para que por intercesión de san Luis Gonzaga, que la Iglesia recuerda hoy, pidamos “la gracia de un corazón nuevo”, un “corazón de carne”:
“Que el Señor vuelva humanos todos estos pedazos de corazón que son de piedra, con aquella inquietud, con aquella ansia buena de ir adelante, buscándolo y dejándose buscar por Él. ¡Que el Señor nos cambie el corazón! Y así nos salvará. Nos salvará de los tesoros que no pueden ayudarnos a lograr el encuentro con Él, en el servicio a los demás, y también nos dará la luz para conocer y juzgar según el verdadero tesoro: su verdad. Que el Señor nos cambie el corazón para buscar el verdadero tesoro y así convertirnos en personas luminosas y no en personas de las tinieblas”. (RC-RV)