UNA NUEVA PRIMAVERA ESPIRITUAL


«Si se promueve la lectio divina con eficacia, estoy convencido de que producirá una nueva primavera espiritual en la Iglesia… La lectura asidua de la Sagrada Escritura acompañada por la oración permite ese íntimo diálogo en el que, a través de la lectura, se escucha a Dios que habla, y a través de la oración, se le responde con una confiada apertura del corazón… No hay que olvidar nunca que la Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino»

Benedicto XVI, 16 septiembre 2005


HISTORIA Y PASOS DE LA LECTIO DIVINA




INVOCACIÓN AL ESPÍRITU SANTO





jueves, 7 de junio de 2012

La figura del padre en la modernidad : Encuentro Mundial de las Familias


La figura del padre en la modernidad 
Por TONY ANATRELLA 
En los discursos en torno a la cuestión social, escuchamos a menudo una nota de 
reproche dirigida a los padres por desatender las tareas que les corresponden como 
tales. La crítica se intensifica al enfocarse en aquellos padres a los cuales se 
reprocha un generalizado desinterés en relación con sus propios hijos, así como la 
incapacidad para educarlos. Por tanto, ellos estarían dando muestras de 
irresponsabilidad e incompetencia, abandonando a madres e hijos en una relación 
simbiótica. 
Desde hace algunos años, el discurso sobre los padres se ha modificado. Después 
de reivindicarse el conflicto del padre, y luego su muerte, ahora nos encontramos 
reprochando su presencia débil o su desaparición. 
Ciertamente, una «sociedad sin padre» tiene consecuencias tanto en la capacidad 
de relacionarse con los demás como en el desarrollo psicológico de los niños. Pero 
los interrogantes que surgen en torno al padre tampoco demuestran que éste no 
haya muerto, ni que se esté verificando un restablecimiento del orden social. 
Conviene asimismo establecer una diferencia entre la modalidad con la cual se vive 
el ejercicio de la paternidad, que puede variar de un período a otro de la historia, y 
la figura paterna, que no cambia en la respuesta a las necesidades esenciales que 
citaré más adelante. 
  Continúa


La experiencia psíquica del padre 
Por diversos motivos, puede ocurrir que el padre esté ausente físicamente a causa 
de su muerte o partida, del divorcio o de su falta de presencia en las relaciones 
monoparentales. 
Esta ausencia física del padre se vive frecuentemente mal, porque el niño o el 
adulto carecen de una dimensión de seguridad y realización. Obviamente, es 
posible que futuras compensaciones puedan contribuir a proporcionar a la 
personalidad lo que ésta requiere para su formación; pero en muchos casos 
subsiste una sensación de vacío, que debilita al sujeto tanto en sí mismo como en 
su propia existencia. Cuando en una sociedad el fenómeno de la ausencia paterna 
adquiere carácter masivo, deben esperarse consecuencias no sólo en el devenir 
psicológico del individuo, sino también  a nivel social. A continuación citamos 
algunas situaciones a modo de ejemplos clínicos: 
• Un hombre de sesenta años decía recientemente que mientras más envejecía, en 
mayor medida su padre, muerto en el exilio cuando él era niño, le hacía más falta 
en comparación con la época en que era joven, lo cual demuestra que los 
problemas vinculados con la figura paterna suelen presentarse en un espacio 
temporal amplio, no necesariamente en forma aguda. 
• Un adolescente de quince años, sumamente desestabilizado en el plano escolar a 
raíz de la decisión de su padre de ir  a vivir con otra mujer, se quejaba de esta 
situación afirmando 
lo siguiente: «Un padre no debe hacer esto ni a su esposa ni a sus hijos. Cuando un 
padre deja su casa, el techo se derrumba». Con esta imagen del techo, el 
adolescente expresaba la sensación de ya no estar protegido por la presencia 
paterna. 2
• En una familia cuyo padre manifestaba cierta pasividad, tendiendo a dejar mucho 
espacio a la esposa, uno de los hijos, que ya era un adulto joven, se encuentra 
actualmente 
en terapia. Reconoce el hecho de que sus hermanos y hermanas muchas veces han 
buscado al padre, animándolo y provocándolo con el fin de que ejerciese su propio 
rol. Sin embargo, él no logró hacer eso por ser demasiado apegado a su madre, 
que por su parte vivía una relación de extraña complicidad con el hijo. Hoy este 
joven tiene dificultades para iniciar una  conversación cara a cara con una mujer, 
por temor a ser herido. 
• Una niña de seis años, que vive sola con la madre, siempre procura hacer que se 
case con los amigos que vienen a verla. Para la niña, es una manera de poner a un 
hombre, «un padre», entre ella y su madre. 
• Durante un programa reciente de televisión, destinado a demostrar que dos 
mujeres lesbianas, una de las cuales se había inseminado con éxito, podían criar un 
niño sin problemas (tesis además apoyada  por otras personas allí presentes), el 
animador preguntó a la hija de siete años qué pensaba al respecto. La niña declaró 
sencillamente, haciendo eco al concierto de elogios: «Sí, pero no tengo papá». Es 
un justo lamento de una niña privada del hombre y el padre, figuras esenciales 
para su adecuado crecimiento. 
Pasada la crisis de la adolescencia, en la cual se cuestionan las imágenes paternas, 
nos encontramos con una etapa posterior,  período durante el cual se producen 
cambios a menudo dirigidos a la reconciliación con la imagen de los padres. 
Con o sin razón, es posible hacer muchos reproches a los padres, especialmente en 
relación con una educación que ha favorecido la libertad y la autonomía hasta el 
momento en que el adulto joven descubre los límites de sus padres y las 
inhibiciones que proyectaba en ellos. 
Esta reconciliación física es necesaria para que el hijo pueda aceptar su propia 
masculinidad reconociendo al padre y la  hija pueda aceptar su propia feminidad 
reconociendo a la madre. Ampliemos las problemáticas delineadas con algunas 
observaciones. 
El padre, con su presencia física, psíquica y simbólica, tiene un rol estructurante de 
la personalidad. Todo individuo está relativamente condicionado por la «imagen» 
que se ha construido de su padre, a partir de la cual ha elaborado su propia 
personalidad, o «una imagen paterna». 
Se trata de saber en qué medida esta imagen corresponde con el padre a) real, b) 
ideal y c) simbólico, o si se aleja del mismo. No me extenderé sobre esas 
realidades, pero estos tres aspectos contribuyen a formar la imagen psíquica, que 
funcionará como guía en la representación de uno mismo y el padre. Esta imagen 
es sobre todo producto de la forma en que el niño ha percibido y vivido al padre, a 
veces independientemente de lo que él es en realidad. 
Este padre psíquico, reconstruido por las esperas, los temores y las frustraciones, a 
menudo  se  vive  de  manera  distinta  al  padre real. Ciertamente, también el padre 
real tendrá un influjo especial en el niño. Una personalidad brutal, ruda, inquieta, 
insegura, ausente, silenciosa, que desaparece detrás de la madre por múltiples 
razones, o por el contrario, una figura dinámica, vigorosa, presente como padre, 
que comparte actividades y se expresa verbalmente, no producirán los mismos 
efectos; pero éstos también podrían ser neutralizados o compensados por el mismo 
niño, mientras al mismo tiempo otros individuos podrían asumirlos. 
Durante algunos períodos de la infancia o la adolescencia, a pesar de su presencia 
positiva, el padre puede parecer inoportuno o una figura de la cual se espera mayor 
reconocimiento. La ausencia del padre real y la función paterna o lo que ésta 
representa como símbolo, a lo cual volveremos después, puede inducir un déficit en 
el desarrollo psíquico: falta de sentido de los límites, falta de confianza en uno 3
mismo, escasa o ninguna percepción de la identidad sexual propia y de los demás, 
elementos que se expresan todos ellos frecuentemente 
mediante la violencia. 
A pesar de la ausencia física, la existencia del «padre» puede representarse en el 
lenguaje 
o ser compensada por otras personas, y su lugar se puede ocupar con la imagen 
positiva que la madre puede tener del hombre. 
En compensación, una ausencia simbólica  es más grave, pues significa que los 
adultos ya no saben ejercer su función paterna con los hijos, con lo cual el sentido 
de la ley, de la diferencia sexual y de la realidad corren riesgo de dejar de tener 
significado. ¿Es posible entonces abstenerse de hablar del padre? No, ciertamente. 
En este aspecto, suelen cometerse errores graves en los discursos de los 
educadores. Sucede de hecho que, so pretexto de que algunos niños no conocen a 
su padre o de que sus padres están divorciados, se evita evocar en la familia el rol 
de la paternidad. Me decía un profesor que en algunas escuelas básicas, ciertas 
colegas suyas se atienen al siguiente criterio en el día del padre: simplemente no 
hablan con los alumnos, y además, para  no despertar celos, han suprimido la 
entrega de pequeños objetos de recuerdo con ocasión del día de la madre. 
Sin duda, ellas piensan compensar de este modo la ausencia del padre, guardando 
silencio sobre su falta de presencia. Sin embargo, eso debería constituir un motivo 
más para hablar del rol y la posición  del padre, ya que precisamente en los 
discursos de los adultos los niños perciben las diferencias de los símbolos paternos, 
esencial para su formación. 
En la sociedad contemporánea, la educación debe enfrentar la ausencia del «padre» 
y proporcionar los medios para tratarla mediante el lenguaje. Son numerosos los 
casos de personas que se quejan por no haberse comunicado suficientemente con 
su padre, si bien reconocen que objetivamente nada tienen que reprocharle. Se 
trata más bien de un sentimiento, de una  impresión difícil de documentar en la 
realidad. 
El problema reside en saber cómo se ejerce la paternidad. Ésta se ejerce a menudo 
con el silencio. Efectivamente, si bien la relación verbal se expresa más fácilmente 
con la madre, el sentido de la palabra y la cultura se adquiere mediante la relación 
con el padre. Está en lo indecible y en el hacer. Durante la mayor parte del tiempo, 
el niño hace y quiere hacer cosas junto con el  padre.  El  silencio  de  este  último  se 
interpreta a veces paradójicamente como  indiferencia o presencia opresiva. El 
silencio se llena de angustia y abandono, y en el niño crece el miedo a ser 
despojado de la libertad, a ser vigilado. 
Sin embargo, el silencio es esencial en la función paterna, conduce a la autonomía 
y deja espacio para que el niño pueda apropiarse de sus aptitudes, entre ellas la 
palabra. Esto no significa que no exista la conversación con el padre. Siempre 
subsistirá un displacer latente en el hecho de no considerar al padre, así como a  la 
madre, en el diálogo y en una confrontación suficiente con el mismo. Este dilema 
ha existido siempre. El padre es quien deja espacio para la carencia, con el fin de 
que el deseo y la palabra se desarrollen sin una falsa sensación de satisfacción. 
Desde hace muchos años, los psiquiatras y los psicoanalistas constatan la relativa 
ausencia de los padres en la estructura  psíquica y social de gran cantidad de 
personas. Esta carencia se manifiesta a  menudo en confusiones de la identidad 
sexual y la filiación, dificultades para ser racional y vivir en la realidad, así como un 
aumento de comportamientos incorrectos provocados por la dificultad para adquirir 
sentido de los límites (toxicomanía, bulimia/anorexia, actitudes de rebeldía). La 
inconsistencia de la imagen paterna se explicita también mediante la incapacidad 
de los sujetos para institucionalizarse y  desarrollar un vínculo  social sólido. La 
relación institucional produce angustia en las personalidades narcisistas, que no 
están en condiciones de comprometerse en lo social durante un período 
determinado de tiempo: carecen de la madurez temporal, indispensable para tener 
una conciencia histórica. 4
La imagen de la presencia paterna se sitúa en el tiempo y la historia, mientras la 
imagen materna se sitúa en lo inmediato. En la psicología de numerosos jóvenes, 
solamente prevalece la imagen de la madre. Deducimos de esto que el matriarcado 
social y educativo que estamos viviendo favorece la formación de psicologías de 
carácter sicótico y delirante. 
Debilitamiento de la imagen social del padre 
En los últimos años ha evolucionado  la imagen social del padre, y hemos 
presenciado sobre todo un progresivo debilitamiento  de  la  figura  paterna.  Se  ha 
producido contextualmente 
una confusión entre dos realidades distintas, el hombre y la función, que da origen 
a otra confusión, entre la personalidad del hombre y la función del padre. 
Examinemos brevemente estos cambios en la mentalidad común, considerando la 
diversidad de modalidades con que una sociedad representa al padre y con las 
cuales los hombres desean vivir la función paterna. 
Hemos pasado de la imagen del padre burgués napoleónico, autoritario e infantil al 
padre ausente y amado, que vuelve de la guerra y permanecerá disperso, 
convirtiendo a la madre en viuda y al hijo en huérfano. La figura del padre que 
vuelve de la guerra adquirirá una valencia positiva, pero también la del que vuelve 
del trabajo. 
Durante todo el período entre las dos guerras, será un tema recurrente el regreso 
diario del padre al hogar, pero también del que asimila y transmite a sus hijos la 
certeza de ser «explotado». La idea  del padre humillado y rechazado seguirá 
arraigándose después del siglo XVIII y se afirmará en forma violenta en los años 50 
del siglo XX (es un buen ejemplo la película Rebelde sin causa, con James Dean, un 
actor al cual rinde culto toda una generación). 
Esta visión seguirá desarrollándose con los acontecimientos de mayo de 1968, 
cuando los adolescentes de la época impusieron sus propios modelos juveniles, 
como el de la «muerte del padre», modelos con los cuales convivimos todavía y se 
replantean en la actualidad con la crisis de la educación, la infidelidad, la 
homosexualidad y la drogadicción… 
La negación de la realidad suele ser traducción del rechazo del padre. 
Esta muerte social del padre, rechazada y negada, examinada por toda una 
corriente filosófica, ha generado dos imágenes como reacción ante esta carencia. 
1) La imagen del padre-compañero, que debe estar presente más como individuo 
que como símbolo. Por ejemplo, para algunos era insoportable ser llamados «papá» 
por sus hijos y preferían que usaran su nombre en vez del título paterno. El rol 
simbólico perdía valor, así como la relación institucional, relegada a anticuado 
legado de la historia. 
2) La otra imagen fue la del papá-gallina clueca, que invitaba al padre a jugar a la 
madre. 
Esa imagen revelaba la tentativa del padre de encontrar un nuevo lugar mientras 
aumentaba el rechazo de su presencia con realidades culturales como el repudio al 
vínculo y el énfasis en la razón; pero en este caso, el papá, que no era madre y 
menos aún era padre, no anhelaba tanto, y en la casa desempeñaba el rol de hijo 
primogénito. Se condensó entonces una progresiva reserva mental en la imagen del 
padre, más bien para reducir su valor que para ayudarlo a ejercer su rol. 
Se empezó a hablar de «carencia paterna», como algo ya propio del pasado, o de 
mala imagen del padre, asociada a la brutalidad, la ebriedad y el juego. Eso 
condujo al Estado a desear sustituir cada vez más la función del padre. El docente, 
el médico, el juez y el educador ejercían progresivamente esa función en el niño, 
expropiándose al padre el poder de transmitir, reprochar, educar y abrir los hijos a 
la vida. El padre se consideraba incapaz de cumplir tanto la función educativa como 
la de vigilancia de sus hijos. 5
«Este individuo es absolutamente ignorante, un poco alcohólico, y no parece digno 
de ejercer la autoridad paterna». Es el estereotipo del padre «carente», propuesto 
desde hace más de un siglo. Las figuras de los diseñadores Reiser y Cabu, más 
cercanas a nosotros, han retomado en sus diseños la misma imagen del padre, de 
un pobre infeliz, a menudo alcohólico, incapaz de asumir sus deberes. 
Con todo, este modelo no correspondía a todos los padres. Por consiguiente, era 
preciso 
construir una imagen con la cual se pudiese manifestar en la esencia misma de la 
sociedad, también de manera indirecta, la exigencia de destituir al padre. Al 
observar la imagen del padre propuesta y comentada en las películas o en las 
series  de  televisión  actuales,  ¡surge  el temor de que esta imagen no haya dejado 
de existir! En el mundo contemporáneo, la carencia paterna se presenta en 
términos más psicológicos y a veces morales, mediante nociones como «ausencia», 
«abandono», «falta de autoridad». El proceso al padre está siempre presente e 
influye en las representaciones sociales y los comportamientos individuales. 
Al padre se le muestra a menudo como un  fracasado, lo cual no facilita a los 
jóvenes la tarea de encontrar, en la sociedad, materiales simbólicos que los ayuden 
a interiorizar la función paterna. Estos deben recurrir sobre todo a sus propios 
recursos íntimos, encontrando 
la dimensión de la paternidad en el ámbito de la experiencia personal, comenzando 
por su padre, con el fin de organizar su propia relación paterna. 
Precisamente por este motivo, muchos padres jóvenes participan en reuniones 
destinadas al aprendizaje de su oficio de padres, especialmente quienes no tienen 
experiencia paterna y no saben cómo ocuparse de un niño o su esposa al 
convertirse en madre. A menudo dicen: «¡Enséñennos a convertirnos en padres!». 
El aumento de los divorcios y el progreso de las técnicas de procreación asistida 
favorecen el olvido del padre, excluido y alejado: el padre desposeído de su hijo y 
su función básica. Ahora bien, el padre es igualmente inexistente desde el 
momento en que se pretende que el hijo puede concebirse sin penetración sexual, 
quedando la elección puramente en manos de la mujer, en nombre de una 
biologización solitaria de la filiación. 
El Estado también ha deseado sustituir  al padre, otorgando a la madre el rol 
predominante 
o único en la paternidad. En cierto modo,  en relación con el niño por nacer, el 
derecho ha acentuado la desigualdad entre el hombre y la mujer. Con el desarrollo 
de los métodos anticonceptivos y la legalización del aborto en las primeras diez 
semanas de gestación, la mujer se ha convertido en propietaria del hijo por cuanto 
decide sola si proseguirá o no el embarazo. 
Fuera del matrimonio, la madre puede reconocer sola al hijo, en menoscabo del 
padre. Por otra parte, si bien de hecho en la maternidad no puede otorgarse 
participación, por cuanto es una experiencia original de la mujer, en compensación 
la procreación es compartida entre el hombre y la mujer y no puede ser 
exclusivamente de ella, a menos que nos encaminemos al matriarcado. De hecho, 
muchos padres experimentan a menudo un sentimiento de injusticia cuando 
escuchan decir que están ausentes. Si bien algunos realmente lo están, la mayoría 
procura, sin embargo, mantener su función equilibrante en el ámbito familiar, a 
diferencia de otros períodos históricos en que el padre tenía una imagen social de 
persona aislada y autoritaria. Sería preciso, con todo, atenuar un poco esta visión, 
porque en el siglo XVIII, con el progreso de la escolarización, los padres se tornan 
preocupados de la educación afectiva e  intelectual de sus hijos. Centran muy 
activamente la atención en las responsabilidades de las instituciones escolares, a 
las cuales se exige la función de «segundo padre» para los hijos. 
¿Cómo viven los padres en la actualidad? Su comportamiento está dotado de 
numerosas 
características, que podemos exponer detalladamente. Se dice que los padres 
contemporáneos se preocupan en mayor medida de la calidad de la relación en la 
pareja y con sus hijos. Quieren estar afectivamente cerca de los hijos, y despliegan 6
su tarea específica mediante esa forma de vínculo. Con su presencia insertan a los 
hijos dentro de una filiación, garantizándoles la triple función de padre, sustentador 
y educador. Por este motivo representan  una referencia distinta en comparación 
con la madre. Su presencia física es relacional, y en particular entrega al niño una 
especie de contacto corporal y de intercambio afectivo enteramente peculiar. 
Los niños necesitan realmente la presencia física del padre, jugando, enfrentándose 
y midiéndose corporalmente con él. Este  intercambio afectivo con el padre, más 
vigoroso que con la madre, permite a los hijos adquirir seguridad y confianza en sí 
mismos. Hemos tenido una tendencia a desencarnar al padre, pensando que para 
suplir su ausencia sería suficiente una  función simbólica. Esta hipótesis suele 
verificarse, pero en la tentativa por concretar excesivamente la realidad puramente 
simbólica, se termina por olvidar la importancia de la presencia física del padre. La 
simbología paterna puede explicarse a partir del arraigo físico. Al pretender olvidar 
la importancia de la presencia de los cuerpos, se corre riesgo de anular también el 
símbolo que representan. Esta presencia  da al niño seguridad y sentido de los 
límites y la autoridad. El padre es quien permite enfrentar la realidad y la 
separación o insertar entre la madre y el hijo un espacio que libera de la inmediatez 
y la fusión con los seres y las cosas. El padre otorga libertad. Por otra parte, si el 
niño no ha vivido esta experiencia de la paternidad, para él será difícil, en la edad 
adulta, enfrentar la realidad sin experimentar a veces un inmenso dolor físico. Hay 
quienes se deprimen al tomar contacto con la realidad y piensan en el suicidio. Ante 
la noción del «padre ausente», se plantea una interrogante. ¿De qué padres 
hablamos al afirmar que los padres están ausentes? ¿Se trata de los papás, de los 
individuos que son padres y no cumplirán más su función, o se trata de la función 
paterna que tendrá dificultades para afirmarse en la sociedad? 
Quisiera destacar aquí el hecho de que la función paterna ha sido progresivamente 
desvalorizada en el plano social, mientras en la realidad los padres cumplen su 
tarea con los hijos durante la mayor parte del tiempo; pero las imágenes sociales 
que minimizan o reducen el valor de la paternidad no apuntan a mantener 
inalterada su función simbólica y permiten intuir que «es posible prescindir de la 
misma». 
La negación del padre conduce también a la desvalorización del mal, lo cual 
provoca automáticamente la desvalorización de todos los productos de la evolución: 
la cultura, el lenguaje y el sentido de la ley y los límites. La negación del padre es 
también un rechazo del principio de autoridad y de la transmisión de los valores, 
que se constata en la escuela y la familia. La vida familiar se compara a menudo 
con una sociedad democrática, donde todo debe discutirse y decidirse 
conjuntamente entre los padres y los hijos. En realidad, este modelo no es 
sostenible. Es necesario hablar con los hijos y escucharlos, pero ellos no deben 
imponer sus exigencias. Corresponde a las  leyes de la sociedad y los adultos la 
función reguladora de las relaciones dentro de  la  familia.  De  lo  contrario,  el  niño 
creerá que todo es negociable y está a disposición de sus deseos. 
Es necesario reconocer que la función paterna se ha individualizado cada vez más, 
acercándose a la de la madre. Hace no mucho tiempo, solamente el padre 
individual y personal representaba esta función simbólica. En las sociedades más 
antiguas, dicha función era asumida no sólo con la identificación paterna, sino 
también por un grupo de padres sociales, que procedían a las sucesivas 
iniciaciones. La iniciación en la masculinidad no era únicamente tarea del padre 
biológico. La disgregación del tejido social y la cesación  de  la  relación  educativa 
entre los adultos y la sociedad (porque se presume que los niños son iguales a los 
adultos a nivel psicológico, como si nada tuviesen que aprender de sus hermanos 
mayores) significan un gran vacío en la representación de la identidad masculina, 
vacío que el padre individual está llamado  a llenar, pero ante el cual se siente 
desprovisto de los recursos necesarios. No es sorprendente que la falta de función 
paterna favorezca el surgimiento de la homosexualidad en el orden social. Por 
último, soñamos con una edad de oro de la paternidad, que jamás ha existido. Su 
función ha variado en el curso de las diversas épocas. En contraposición, la figura 7
del padre, como instancia simbólica, sigue siendo siempre la misma. Lo esencial 
consiste en poder hacer funcionar la simbología del tercero (del cual es portador el 
padre), es decir, aquel que es ajeno a la relación madre/hijo, con el fin de permitir 
que se construya la individualidad sexuada y diferenciada de cada uno. 
La imagen del padre en la de la madre 
Junto a numerosos individuos que saben ser padres en el sentido aquí evocado, 
otros reconocen no saber cómo situarse y cómo intervenir en la vida familiar con 
modalidades distintas a las de la identificación con la madre. El padre se parece 
demasiado a la madre, por lo cual es considerado una «madre bis» al ser despojado 
del rol de la fecundidad. En este caso, el padre sencillamente se considera infantil y 
no es reconocido ni autorizado para  cumplir la función de padre: deberá 
simplemente cumplir una función materna. Es el inoportuno, el no deseado, aquel 
que no tiene espacio entre la madre y el hijo. Debe ser el espectador benévolo de la 
pareja madre/hijo. Así, muchos niños permanecen encadenados en esta simbología 
materna que no les permite diferenciarse. A veces se encuentran solos con su 
madre en un cara a cara igualitario y mantienen una relación de pareja en la cual 
son los confidentes, debiendo apoyar al adulto que ha llegado a carecer del 
cónyuge. Algunos niños aceptan esta posición, aún más penosa por cuanto no los 
ayuda a resolver su complejo de Edipo. Despojados de la función paterna, que los 
habría ayudado a diferenciarse e individualizarse, recurren a la violencia para 
poderse afirmar. Las madres que se quejan de no conseguir ser obedecidas por sus 
hijos no logran reaccionar. A menudo constituyen el principal objeto de la 
agresividad de los niños y  los adolescentes. La expresión «friega a tu madre» 
expresa muy bien el objeto principal de la agresividad incestuosa y sádica, el deseo 
de afirmarse y destruir el objeto arcaico, que en ausencia de terceros, en caso de 
necesitarse el padre, no ofrece alternativa alguna de la cesación de la relación 
básica. Los «friega a tu madre»  permanecen atrapados en un Edipo 
contextualmente desestructurante y autodestructivo,  como vemos en numerosos 
ejemplos recientes. Sería preciso prestar más atención a todos esos estribillos de 
música rap (provenientes sobre todo de  los Estados Unidos), que hablan de la 
violencia y el odio contra las mujeres y han surgido cuando la función paterna es 
débil. Es fácil comprender que el matriarcado educativo y social es y será cada vez 
más una fuente de violencia, ya que la  violencia (intrafamiliar) no es puramente 
consecuencia del desempleo o de una arquitectura desastrosa inspirada en Le 
Corbusier; sino también y más que nada expresión de una disfunción simbólica de 
los fundamentos de nuestra sociedad. 
En el curso de algunos años, la función paterna ha sido desacreditada, así como la 
relación educativa. Algunos hombres suelen alterarse ante la idea de ser «padres», 
ya que ellos mismos carecen de la correspondiente vivencia afectiva y de 
referencias paternas, y viven en una sociedad que no les proporciona ayuda 
simbólica alguna por cuanto presenta  únicamente imágenes de la relación 
madre/hijo. 
El padre despojado y el hombre despedido nos obligan a interrogarnos sobre la 
forma en que la sociedad acepta la diferencia de sexos. La condición humana está 
dividida en dos sexos y sale al encuentro de la fantasía infantil del sexo único o del 
rechazo de uno los dos sexos propios de la psicología humana. 
Estas dos realidades psíquicas se resumen en dos corrientes de pensamiento que 
procuran justificar el feminismo y la homosexualidad. Ambas corrientes afirman que 
somos ante todo humanos, antes de ser hombres o mujeres. Semejante concepción 
olvida -para los menos irrealistas e irracionales- que lo humano en sí mismo no 
existe. Se trata de una defensa contra el obstáculo que significa ser de uno u otro 
sexo, pero ciertamente no el hecho de ser asexuado o tener los dos sexos 
simultáneamente, y menos aún anulando el sexo que no se está en condiciones de 8
reconocer. No podemos ser una persona  humana sin ser macho o hembra. Esta 
diferencia no es puramente, como todos lo saben, un problema de órganos o de 
unión genital. Se trata de la asimetría entre dos personas sexuales, del hombre y la 
mujer, en el corazón y los sentidos, y de la extrañeza que puede representar la 
alteridad. Por otra parte, es difícil acceder a esta dimensión cuando no se acepta ni 
se integra en la vida psíquica la diferencia de los sexos. Es complicado ser auténtico 
y tener la percepción de la ley que distingue al hombre de la naturaleza cuando se 
requiere evitar y definir esta doble realidad. El homosexual se complace en la 
confusión y los trastornos permanentes de las relaciones, las ideas, los 
sentimientos, los valores y las leyes. 
Los discursos sociales sobre la homosexualidad, con absoluto descaro, no 
reivindican un derecho a la no diferenciación, siendo esto contradictorio y algo que 
niega lo que razonablemente permite la diferencia. El período álgido de la negación 
se produce cuando se afirma que el hijo puede concebirse sin penetración sexual, 
sin sexo, y puede educarse como el hombre sexuado rechazando la identidad 
sexual. De este modo se elimina al otro en la ceguera edípica, que es una forma de 
representar nuevamente el homicidio del padre, pero ahora en la realidad y no en 
la fantasía. 
En esta hemorragia psíquica se da a entender que el incesto es posible cuando se 
desea un hijo a partir de un solo sexo. El padre ya no es necesario, todos juegan a 
la madre. En esta perspectiva asexuada  y por consiguiente irreal, no cuentan la 
identidad corporal y sus límites. 
Existe la castración simbólica, que permite con todo aceptar el propio cuerpo 
sexuado, el propio lugar en el orden de la filiación y las generaciones, así como 
constituirse como individuo fecundo. Basta con limitarse a un juego de deseos y 
atracciones subjetivas. Cada uno debe situarse más acá de una visión global de sí 
mismo y el otro, y en una vertiente que permanece fuera del componente genital. 
En este contexto, se comprende que la sexualidad indiferenciada de la estructura 
infantil o del comienzo de la vida sea valorizada mediante el mito social de la 
homosexualidad; la homosexualidad, que será la señal de la modernidad y la 
liberación de la coerción de los dos sexos. Será inútil entrar en esta diferencia 
fundamental para refugiarse en la ilusión de un sexo único o simplemente en la 
anulación de su doble realidad. El rechazo o la ausencia de la función paterna 
conduce a largo plazo al rechazo mismo de la diferencia de los sexos, a la 
valorización de la homosexualidad, al rechazo del padre en beneficio de la madre. 
La madre, omnipresente y omnipotente,  se apoya en la fantasía de la mujer 
autosuficiente. 
Hemos aludido hasta ahora a los problemas que surgen del ejercicio de la 
paternidad. Ahora quiero precisar los recursos propios de la misma. 
¿Cómo comprender la función paterna?
La función paterna es indispensable para diferenciar al hijo de la madre. La madre 
ocupa el espacio imaginario a partir del cual el  niño  tiene  la  ilusión  de  actuar  en  el 
mundo. Ella es una fuente de seguridad, que permite evitar la angustia del 
abandono; pero este universo de la madre y el hijo funciona como un mundo 
cerrado, y de aquí deriva la importancia de la función paterna. El padre tiene una 
función de separación o anulación de la fusión para que el niño pueda conquistar su 
propia autonomía. Él permite al niño acceder a la realidad y al lenguaje. Cuando 
está ausente el sentido del padre, el sentido del lenguaje, de la palabra y los 
términos corren riesgo de desaparecer y provocar la caída de lo simbólico. Con la 
alteración de la concentración, de lo cual se quejan muchos jóvenes en su vida 
escolar o universitaria, suele presentarse la dificultad de acceder a las diversas 
funciones simbólicas. El padre es también quien dice no (al niño y a la madre, lo 
cual permite justamente diferenciar a ambos padres), quien plantea la negación y 9
señala lo prohibido o el límite a partir del cual la vida resulta posible. El rol de la 
función paterna otorga fundamento a la ley simbólica de la familia y sitúa al hijo en 
su lugar cuando éste manifiesta una tendencia a creerse el error de la madre o el 
representante de toda su imaginaria fuerza. 
El padre se sitúa como mediador entre el hijo y la realidad, consistiendo su rol en 
introducirlo a la realidad, lo cual favorece el despertar de la racionalidad, el sentido 
de las relaciones con el mundo exterior y el acceso a  la cultura. Por último, la 
diferencia de los sexos, representada por el padre, tiene un rol de revelación y 
confirmación de la identidad sexual. La hija y el hijo inicialmente tienen de hecho 
una tendencia a identificarse con el sexo de la madre y el padre en la medida en 
que éste es reconocido por ella, lo cual permitirá a los hijos situarse sexualmente. 
Él confirma al muchacho en su propia masculinidad y revela la feminidad de la hija. 
La sociedad indiferenciada hacia la cual nos dirigimos, al desarrollar una psicología 
tribal, sostiene la pérdida de valor de la función paterna y el rechazo de su imagen. 
Los individuos padres luchan con dificultad contra esta representación social. De 
hecho ellos ejercen su propia paternidad ante sus hijos y son capaces de recurrir a 
la simbología patriarcal desde un punto de vista individual y psicológico, lo cual no 
ocurre en el ámbito social. Los individuos con rol de padre no pueden luchar contra 
el modelo predominante de la representación del padre ausente, promovido por la 
legislación y difundido por los medios de comunicación masiva. El padre ha salido 
del escenario social, y  con él la función de diferenciación. La queja en orden a la 
supuesta ausencia del padre debe enfocarse en la perspectiva de su negación 
social. La mayor parte de las ideologías de la ruptura, iniciadas a partir de Marx y 
Marcuse, han contribuido a quererse deshacer del padre, deseo hoy día superado, 
que ya no corresponde a las aspiraciones actuales. El padre puede ser considerado 
socialmente ausente, pero no ha dejado  de estar vivo en la psicología y las 
relaciones de compensación. Como muy bien se repite, la función paterna puede 
ser ejercida por diversas personas y también por la madre. Muchos hijos viven 
solos con la madre sin tener perturbaciones psicológicas, simplemente porque la 
madre evita un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el hijo. Ella sabe evitar 
confundirse con él en una relación de pareja, reconociendo el lugar del padre, y 
pone al hijo en relación con las demás personas, especialmente con otros hombres. 
La madre es capaz de hacer funcionar el simbolismo paterno, especialmente hasta 
el momento en que es necesario manifestar las prohibiciones fundamentales o los 
límites de lo posible. En esta situación, precisamente los hijos quieren situarse 
entre un padre y una madre siempre que conozcan a su padre y lo frecuenten, todo 
esto subordinado a las capacidades futuras de hacer cumplir a otros adultos un rol 
paterno, al igual que en el caso de los demás niños. A veces también se observan 
niños solos con la mamá, que pasan el tiempo queriendo casarse con ella, como si 
sintieran la exigencia de diferenciarse luego de ella para que cada uno ocupe su 
lugar. Ellos mismos están en condiciones de recurrir a la función de terceros. Este 
rol puede mantenerse en el plano psicológico; pero en el contexto actual siempre se 
produce a título individual, sin consecuencias sociales. Ese sistema, cuando llega a 
ser incoherente, puede llevarnos a un callejón sin salida, que redunda en una 
confusión relacional y en la negación de  la diferencia generacional al negarse el 
sentido del tercero. Una sociedad que no sabe hacer respetar a los padres, los 
adultos, los profesores y los educadores muestra carencias evidentes en relación 
con el sentido de la paternidad. 10
Conclusión 
Las imágenes del padre han cambiado a menudo en los discursos y las 
representaciones sociales. El problema no reside ahí. Es al alterarse y más bien al 
suprimirse la figura simbólica de lo que  significa el padre cuando se presenta el 
problema. Durante muchos años, la simbología de los sexos ha sido confusa, 
remitiendo a cada uno a un mundo cerrado y arrogante. La inestabilidad afectiva de 
las parejas, que debilita el sentido del parentesco tanto en los adultos como en los 
niños, contribuye a fragilizar el vínculo social más de lo que se piensa. No es la 
familia lo incierto, sino las parejas contemporáneas. De hecho son los hombres y 
las mujeres, que no siempre saben identificar el carácter de sus sentimientos ni 
abordar las crisis de la relación y las etapas históricas de su vida de pareja, quienes 
debilitan la familia. El divorcio consensual tiene efectos perversos, al normalizar la 
ruptura «necesaria» en caso de conflictos. La confusión de los sentimientos 
conduce también a la confusión de los pensamientos y los roles. El padre es el 
símbolo de la prohibición del incesto, de la transmisión, de la diferencia y la 
alteridad, realidades que han llegado a  ser insoportables en las concepciones 
actuales. 
Hoy la función paterna tiende a confundirse con la función materna precisamente 
cuando, al mismo tiempo, está surgiendo  un vigoroso impulso hacia descubrir la 
originalidad de la paternidad y su necesidad para el hombre, la esposa y el hijo. Los 
padres quieren ejercer su rol de mediadores y saben que los están esperando. 
¿Está la sociedad preparada para ayudarlos? Ésta es la gran pregunta.