sábado, 30 de junio de 2012

CARTA APOSTÓLICA INDE A PRIMIS DE SU SANTIDAD JUAN XXIII SOBRE EL FOMENTO DEL CULTO A LA PRECIOSÍSIMA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO




CARTA APOSTÓLICA

INDE A PRIMIS* 

DE SU SANTIDAD 
JUAN XXIII  


SOBRE 
EL FOMENTO DEL CULTO

A LA PRECIOSÍSIMA SANGRE
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Venerables Hermanos,
salud y Bendición Apostólica.
Muchas veces desde los primeros meses de nuestro ministerio pontificio
—y nuestra palabra, anhelante y sencilla, se ha anticipado con frecuencia 
a nuestros sentimientos— ha ocurrido que invitásemos a los fieles en 
materia de devoción viva y diaria a volverse con ardiente fervor hacia 
la manifestación divina de la misericordia del Señor en cada una de 
las almas, en su Iglesia Santa y en todo el mundo, cuyo Redentor y 
Salvador es Jesús, a saber, la devoción a la Preciosísima Sangre.
Esta devoción se nos infundió en el mismo ambiente familiar en que floreció 
nuestra infancia y todavía recordamos con viva emoción que nuestros 
antepasados solían recitar las Letanías de la Preciosísima Sangre en el mes 
de julio.
Fieles a la exhortación saludable del Apóstol: "Mirad por vosotros y por todo 
el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos, para 
apacentar la Iglesia de Dios, que El adquirió con su sangre" [1], creemos, 
venerables Hermanos, que entre las solicitudes de nuestro ministerio 
pastoral universal, después de velar por la sana doctrina, debe tener un 
puesto preeminente la concerniente al adecuado desenvolvimiento e 
incremento de la piedad religiosa en las manifestaciones del culto 
público y privado. 
Por tanto, nos parece muy oportuno llamar la atención de nuestros queridos 
hijos sobre la conexión indisoluble que debe unir a las devociones, 
tan difundidas entre el pueblo cristiano, a saber, la del Santísimo 
Nombre de Jesús y su Sacratísimo Corazón, con la que tiende a honrar 
la Preciosísima Sangre del Verbo encarnado "derramada por muchos 
en remisión de los pecados" [2].
  Continúa





Sí, pues, es de suma importancia que entre el Credo católico y la acción 
litúrgica reine una saludable armonía, puesto que lex credendi legem 
statuat supplicandi (la ley de la fe es la pauta de la ley de la oración) [3] 
y no se permitan en absoluto formas de culto que no broten de las fuentes 
purísimas de la verdadera fe, es justo que también florezca una armonía 
semejante entre las diferentes devociones, de tal modo que no haya 
oposición o separación entre las que se estiman como fundamentales y 
más santificantes, y al mismo tiempo prevalezcan sobre las devociones 
personales y secundarias, en el aprecio y práctica, las que realizan 
mejor la economía de la salvación universal efectuada por "el único 
Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se 
entregó a sí mismo para redención de todos" [4]. Moviéndose en esta 
atmósfera de fe recta y sana piedad los creyentes están seguros de 
sentirse cum Ecclesia (sentir con la Iglesia), es decir, de vivir en 
unión de oración y de caridad con Jesucristo, Fundador y Sumo 
Sacerdote de aquella sublime religión que junto con el nombre toma 
de El toda su dignidad y valor.
Si echamos ahora ,una rápida ojeada sobre los admirables progresos 
que ha logrado la Iglesia Católica en el campo de la piedad litúrgica, 
en consonancia saludable con el desarrollo de la fe en la penetración 
de las verdades divinas, es consolador, sin duda, comprobar que en 
los siglos más cercanos a nosotros no han faltado por parte de esta 
Sede Apostólica claras y repetidas pruebas de asentimiento y estímulo 
respeto a las tres mencionadas devociones; que fueron practicadas 
desde la Edad Media por muchas almas piadosas y propagadas 
después por varias diócesis, órdenes y congregaciones religiosas, 
pero que esperaban de la Cátedra de Pedro la confirmación de la 
ortodoxia y la aprobación para la Iglesia universal.
Baste recordar que nuestros Predecesores desde el siglo XVI 
enriquecieron con gracias espirituales la devoción al Nombre 
de Jesús, cuyo infatigable apóstol en el siglo pasado fue, en Italia, 
San Bernardino de Sena. En honor de este Santísimo Nombre 
se aprobaron de modo especial el Oficio y la Misa y a continuación 
las Letanías [5]. No menores fueron los privilegios concedidos por 
los Romanos Pontífices al culto del Sacratísimo Corazón, en cuya 
admirable propagación tuvieron tanta influencia las revelaciones 
del Sagrado Corazón a Santa Margarita María Alacoque [6]
Y tan alta y unánime ha sido la estima de los Sumos Pontífices por 
esta devoción, que se complacieron en explicar su naturaleza, defender 
su legitimidad, inculcar la práctica con muchos actos oficiales a 
los que han dado remate tres importantes Encíclicas sobre 
el misma tema [7].
Asimismo la devoción a la Preciosísima Sangre, cuyo propagador 
admirable fue en el siglo pasado; el sacerdote romano San Gaspar 
del Búfalo, obtuvo merecido asentimiento de esta Sede Apostólica. 
Conviene recordar que por mandato de Benedicto XIV se compusieron 
la Misa y el Oficio en honor de la Sangre adorable del Divino Salvador; 
y que Pío IX, en cumplimiento de un voto hecho en Gaeta, extendió 
la fiesta litúrgica a la Iglesia universal [8]. Por último Pío XI, 
de feliz memoria, como recuerdo del XIX Centenario de la Redención, 
elevó dicha fiesta a rito doble de primera clase, con el fin de que, 
al incrementar la solemnidad litúrgica, se intensificase también 
la devoción y se derramasen más copiosamente sobre los hombres 
los frutos de la Sangre redentora.
Por consiguiente, secundando el ejemplo de nuestros Predecesores, 
con objeto de incrementar más el culto a la preciosa Sangre del 
Cordero inmaculado, Cristo Jesús, hemos aprobado las Letanías, 
según texto redactado por la Sagrada Congregación de Ritos [9]
recomendando al mismo tiempo se reciten en todo el mundo 
católico ya privada ya públicamente con la concesión de 
indulgencias especiales [10].
¡Ojalá que este nuevo acto de la "solicitud por todas las Iglesias" [11]
propia del Supremo Pontificado, en tiempos de más graves y urgentes 
necesidades espirituales, cree en las almas de los fieles la convicción 
del valor perenne, universal, eminentemente práctico de las tres 
devociones recomendadas más arriba!
Así, pues, al acercarse la fiesta y el mes consagrado al culto de la 
Sangre de Cristo, precio de nuestro rescate, prenda de salvación y 
de vida eterna, que los fieles la hagan objeto de sus más devotas 
meditaciones y más frecuentes comuniones sacramentales. Que 
reflexionen, iluminados por las saludables enseñanzas que dimanan 
de los Libros Sagrados y de la doctrina de los Santos Padres y 
Doctores de la Iglesia en el valor sobreabundante, infinito, de 
esta Sangre verdaderamente preciosísima, cuius una stilla 
salvum facere totum mundum quit ab omni scelere (de la cual 
una sola gota puede salvar al mundo de todo pecado) [12]
como canta la Iglesia con el Doctor Angélico y como sabiamente 
lo confirmó nuestro Predecesor Clemente VI [13]. Porque, si es 
infinito el valor de la Sangre del Hombre Dios e infinita la caridad 
que le impulsó a derramarla desde el octavo día de su nacimiento 
y después con mayor abundancia en la agonía del huerto [14], en 
la flagelación y coronación de espinas, en la subida al Calvario y 
en la Crucifixión y, finalmente, en la extensa herida del costado, 
como símbolo de esa misma divina Sangre, que fluye por todos 
los Sacramentos de la Iglesia, es no sólo conveniente sino muy 
justo que se le tribute homenaje de adoración y de amorosa 
gratitud por parte de los que han sido regenerados con sus 
ondas saludables.
Y al culto de latría, que se debe al Cáliz de la Sangre del 
Nuevo Testamento, especialmente en el momento de la 
elevación en el sacrificio de la Misa, es muy conveniente y 
saludable suceda la Comunión con aquella misma Sangre 
indisolublemente unida al Cuerpo de Nuestro Salvador en 
el Sacramento de la Eucaristía. Entonces los fieles en unión 
con el celebrante podrán con toda verdad repetir mentalmente 
las palabras que él pronuncia en el momento de la Comunión: 
Calicem salutaris accipiam et nomem Domini invocabo... 
Sanguis Domini Nostri Iesu Christi custodiat animam meam 
in vitam aeternam. Amen. Tomaré el cáliz de salvación e 
invocaré el nombre del Señor... Que la Sangre de Nuestro 
Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna. Así sea. 
De tal manera que los fieles que se acerquen a él dignamente 
percibirán con más abundancia los frutos de redención, 
resurrección y vida eterna, que la sangre derramada por Cristo 
"por inspiración del Espíritu Santo" [15] mereció para el mundo 
entero. Y alimentados con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, hechos
 partícipes de su divina virtud que ha suscitado legiones de mártires, 
harán frente a las luchas cotidianas, a los sacrificios, hasta el martirio, 
si es necesario, en defensa de la virtud y del reino de Dios, sintiendo 
en sí mismos aquel ardor de caridad que hacía exclamar a San Juan 
Crisóstomo: "Retirémonos de esa Mesa como leones que despiden 
llamas, terribles para el demonio, considerando quién es nuestra 
Cabeza y qué amor ha tenido con nosotros... Esta Sangre, dignamente 
recibida, ahuyenta los demonios, nos atrae a los ángeles y al mismo 
Señor de los ángeles... Esta Sangre derramada purifica el mundo... 
Es el precio del universo, con ella Cristo redime a la Iglesia... 
Semejante pensamiento tiene que frenar nuestras pasiones. 
Pues ¿hasta cuándo permaneceremos inertes? ¿Hasta cuándo 
dejaríamos de pensar en nuestra salvación? Consideremos 
los beneficios que el Señor se ha dignado concedernos, seamos 
agradecidos, glorifiquémosle no sólo con la fe, sino también con 
las obras" [16].
¡Ah! Si los cristianos reflexionasen con más frecuencia en la 
advertencia paternal del primer Papa: "Vivid con temor todo 
el tiempo de vuestra peregrinación, considerando que habéis 
sido rescatados de vuestro vano vivir no con plata y oro, 
corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como 
cordero sin defecto ni mancha!" [17]. Si prestasen más atento 
oído a la exhortación del Apóstol de las gentes: "Habéis sido 
comprados a gran precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro 
cuerpo" [18].
¡Cuánto más dignas, más edificantes serían sus costumbres; 
cuánto más saludable sería para el mundo la presencia de 
la Iglesia de Cristo! Y si todos los hombres secundasen las 
invitaciones de la gracia de Dios, que quiere que todos se 
salven [19], pues ha querido que todos sean redimidos con 
la Sangre de su Unigénito y llama a todos a ser miembros de 
un único Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, ¡cuánto más 
fraternales serían las relaciones entre los individuos, los pueblos 
y las naciones; cuánto más pacífica, más digna de Dios y de 
la naturaleza humana, creada a imagen y semejanza del Altísimo [20]
sería la convivencia social!
Debemos considerar esta sublime vocación a la que San Pablo 
invitaba a los fieles procedentes del pueblo escogido, tentados 
de pensar con nostalgia en un pasado que sólo fue una pálida 
figura y el preludio de la Nueva Alianza: "Vosotros os habéis
acercado al monte de Sión, a la ciudad del Dios vivo, a la 
Jerusalén celestial y a las miríadas de ángeles, a la asamblea, 
a la congregación de los primogénitos, que están escritos 
en los cielos, y a Dios, Juez de todos, y a los espíritus de 
los justos perfectos, y al Mediador de la nueva Alianza, 
Jesús, y a la aspersión de la sangre, que habla mejor que 
la de Abel" [21].
Confiando plenamente, venerables Hermanos, en que estas 
paternales exhortaciones nuestras, que daréis a conocer de 
la manera que creáis más oportuna al Clero y a los fieles 
confiados a vosotros, no sólo serán puestas en práctica de 
buen grado, sino también con ferviente celo, como auspicio 
de las gracias celestiales y prenda de nuestra especial 
benevolencia, con efusión de corazón impartimos la 
Bendición Apostólica a cada uno de vosotros y toda vuestra 
grey, y de modo especial a todos los que respondan generosa y 
plenamente a nuestra invitación.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el treinta de junio de 1959, 
vigilia de la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro 
Señor Jesucristo, segundo año de nuestro Pontificado.
IOANNES PP.XXIII.

* AAS 52 (1960) 545-550.
Notas
[1] Act. 20, 28.
[2] Math. 26,28.
[3] Enc. Mediator Dei, AAS. XXXIX, 1947, pág. 54.
[4] 1 Tim. 2,5-6.
[5] AAS. XVIII, 1886, pág. 504.
[6] Off. festi SS. Cordis Iesu, II Noct, leet. V.
[7] Enc. Annum SacrumActa Leonis, 1899, vol. XIX, págs. .71 y ss.; Enc. Miserentissimus Redemptor, AAS. 1928, vol. 20, págs. 165 y ss.; Enc. Haurietis aquas, AAS. 1956, vol. 48, págs. 309 y ss.
[8] Decret. Redempti sumus, 10 de agosto de 1849; cf. Arch. de la S. Congregación de RitosDecret. ann. 1848-1849, fol. 209.
[9] AAS. 1960, vol. LII, págs. 412-413.
[10] Decret. S. Poenit. Apost., 3 de agosto de 1960; AAS. 1960, vol. LII, pág. 420
[11] 1 Cor. II, 28.
[12]) Himno Adoro te, devote.
[13] Bula Unigenitus Dei Filius, 25 de enero de 1343; Denz. R. 550.
[14] Luc. 22,43. )
[15] Hebr. 9,14.
[16] In Ioannem, Homil. XLVI; Migne, P. G., LIX, 260-261.
[17] 1 Petr. I, 17-19.
[18] 1 Cor. 6,20.
[19] 1 Tim. 2,4.
[20] Gen. 1,26.
[21] Hebr. 12,22-24.